El tiempo había cambiado drásticamente en muy pocas semanas. Las tardes de dulces puestas de sol y paseos entre hojarasca habían quedado atrás y la irrupción del negro atardecer, el viento y el frío se habían apoderado definitivamente del mes de diciembre. Como si del verano o el invierno dependiera, el estado de ánimo de Olga oscilaba también entre el calor más reconfortante y el frío más afilado. Entre la cobertura de una generosa y calentita capa de felicidad y el peso más notorio y abrupto de la melancolía.
Como si fuera algo establecido por una norma no escrita, las reuniones con amigos y amigas en torno a una mesa también dependían de la estación meteorológica. Quienes conocían bien a Olga sabían que de diciembre a mayo podían contar poco o nada con ella. Lo tenían asumido. Aun así, no fueron pocas las invitaciones a cenas, conciertos o tardes de juegos de mesa que recibieron negativas por su parte, fuera quien fuera quien lo propusiera. Ahí no cabían interpretaciones. Esa liturgia tenía un sentido. Su sentido. Y los suyos lo respetaban.
Aquella tarde de
sábado, con una taza de chocolate calentándole las manos y sentada en una de
las mesas más apartadas de la entrada del Suburb, sintió la punzada que
daría comienzo a su tradicional temporada de duelo. No siempre ocurría el mismo
día. Ni siquiera la misma semana. Llegaba un momento del año en que el clima,
las fechas, las fotos, los recuerdos y la nostalgia activaban en ella un interruptor.
El frío había llegado de nuevo hasta ella y, como el oso que se encamina hacia
el interior de su cueva, Olga comenzaba un proceso de cierre casi hermético
ante cualquier estímulo.
—Olga —dijo
Sergio, el dueño del local—, perdona. Hay una señora que pregunta por ti.
Olga salió de su
burbuja. Los últimos cinco minutos los había pasado con la mirada perdida a
través del cristal sin detenerse a observar nada en concreto.
—Sí, oh, perdón.
Muchas gracias.
Levantó la vista
y vio a una señora altísima y corpulenta que le saludaba, sonriente, desde la
barra. Tenía el cabello rizado, exageradamente largo y cuyo color lo componían
no menos de cinco tonalidades de gris. Olga se levantó de la mesa y comenzó a
indicarle con las manos que se acercara. La señora, de mirada risueña, se
acercó esquivando mesas, sillas y mochilas.
—Lo siento, soy
desastre —se disculpó—, ¿llevas mucho tiempo esperando?
—No, qué va, tranquila...
¿Quiere sentarse?
—Desde luego, sí.
Olga advirtió
que Sergio esperaba, paciente, a que la recién llegada se quitase el abrigo y
ocupase su asiento.
—¿Quiere tomar
algo? —preguntó Olga.
—Un té negro
estaría bien, gracias —dijo, volviéndose hacia Sergio—, muchas gracias. Con una
poquita de nata, por favor.
Una vez
despojada del abrigo y la bufanda, la desconocida se sentó. Sonrió
inocentemente y acercó su butaca a la mesa. Notó que la había acercado
demasiado y la separó un poco. Se acomodó, volvió a sonreír y cruzó las manos
sobre su regazo. Ya instalada, miró relajadamente a Olga.
—¿Cómo se llama?
En el anuncio no ponía su nombre.
—Me llamo Jenell
—dijo la señora, poniendo sus manos sobre el pecho—. Es un placer.
—Igualmente. ¿De
dónde es?
—Nací en
Kulmbach, Alemania. ¿Has oído hablar de Baviera?
—Muy poco, la
verdad. Esto… Jenell —dijo Olga, acercándose un poco más a la mesa—, ¿cómo
funciona esto? Es la primera vez que lo hago.
—Ah —se alegró—,
pues, perdón. Yo no te expliqué demasiado en la llamada.
—Un té negro por
aquí —avisó Sergio, sirviendo la familia de menajes y utensilios para preparar
un té a medida—. Como es la primera vez que me piden algo así, si le parece, se
lo dejo para que se lo haga a su gusto. Cuidado con el agua, que hierve.
—Oh, ¡qué
amable! —exclamó Jenell— Muchas gracias.
Tan rápido como
desapareció el dueño del Suburb, la señora comenzó a prepararse el té,
mientras continuaba hablando.
—Todos en esta
vida tenemos cosas dentro que nos guardamos porque tememos una mirada, una
crítica, una pregunta o un decepción cuando lo contamos a la gente. Normalmente
lo contamos a mejor amigo o mejor amiga o madre o padre o hermano o hermana,
pero no siempre es así y, a veces, necesitamos alguien que nos escuche con
atención. Alguien que no sea problema.
Jenell tenía una
mirada tierna. Sus ojos azules, puras piedras de aguamarina, burbujeaban
alegres en la cara de una señora mayor, pero increíblemente dulce. Las arrugas
de su rostro seguro que no se habían acentuado por expresiones de enfado. Sus
manos, que revoloteaban gráciles sobre la mesa gesticulando y dibujando formas
y paisajes ilusorios, eran a buen seguro las de una vida plena. Tenía manos
fuertes, aunque no demasiado femeninas.
—¿Y qué gana
usted a cambio de que yo le cuente mi historia? —preguntó Olga.
—Un té negro con
nata —contestó Jenell, depositando dos terrones de azúcar en la taza—. Hace
mucho frío y un té negro ayuda mucho.
—Pero ¿usted se
dedica a esto?
—Nein —replicó—.
Yo no. Yo cuidaba plantas en mi país. Ahora nada —entrecruzó los brazos varias
veces, como si fueran una enorme tijera—, ahora pensionista.
Jenell estuvo
hablándole un poco más sobre ella, pero llegó un momento en que le propuso
comenzar a hablar de lo que la atormentaba si quería sentirse mejor cuando se
fuera a dormir aquella noche.
—Siento que vivo
en un bucle entre la luz y la oscuridad —confesó al fin, con un nudo en la
garganta—. Soy hija única. Mi padre murió cuando yo tenía nueve años y hace
tres que perdí a mi madre.
Jenell la
miraba, cariacontecida. Con voz engolada, Olga comenzó a relatarle a grandes
rasgos los aspectos generales de su vida y a pormenorizar lo que había sido su
existencia desde que su madre la dejó. La terrible noticia de un cáncer en fase
muy avanzada cayó sobre las vidas de madre e hija como una bola de derribo
sobre una escultura de alabastro y determinó que toda la vida que les quedaba
juntas se reducía a cinco meses y dos días. Los inviernos y las primaveras
nunca volverían a ser los mismos.
Tras la despedida,
Olga tomó la decisión de hacer acopio de cada nota manuscrita, fotografía,
mensaje de WhatsApp u objeto personal que le recordase a su madre y esforzarse
por recordarla de la mejor manera posible en el periodo más oscuro del año. Aquellos
meses en que la luz del sol abandonaba de forma prematura el cielo y la vida se
tornaba oscura, terrible y gris. Así fueron aquellos meses para ambas.
—¿Tienes una
foto de tu madre? —preguntó Jenell, en un momento en que el silencio se
prolongó más de lo habitual.
—Sí, claro.
Entre lágrimas,
Olga comenzó a buscar en su cartera una fotografía. Además de las tarjetas de
crédito y carnés varios, de la billetera asomaba levemente un papelito
amarillento plastificado que llamó la atención de la señora alemana.
—¿No tienes fotos en móvil?
—Sí —dijo Olga,
pensativa, soltando la cartera—, disculpa, te iba a enseñar una foto que me dio
ella.
—Ah, no pasa
nada —señaló Jenell—, puedes enseñarme la foto que tú quieras.
—Sí, mira
—acercándole el teléfono a Jenell, le mostró un selfi que tenía con su madre.
Nochevieja de 2018.
Ambas sonreían a cámara disfrazadas con un gorro de cotillón, nariz de payaso y
matasuegras en la boca.
—Ah —observó
Jenell—, no puedes decir que no eres hija de tu madre.
—Es un alivio
estar contándote todo esto, Jenell —reconoció Olga, bloqueando el móvil y
dejándolo sobre la mesa—, pero me da miedo saber que, desde hoy, alguien más
sabe todo lo que siento.
—Querida —dijo
Jenell, cogiendo con sus manos las de Olga—, tú no tienes que tener miedo de
contar problemas. A nadie. Nadie va a decir malos cosas sobre tus sentimientos.
Nadie va a poner en duda nada de lo que tú dices. La vida tiene sus caminos y
leyes y todos vamos a pasar por momentos como el tuyo. Es muy valiente que me
cuentas esto a mí. A ver, ¿tienes algún objeto especial que recuerda tu madre?
Olga volvió a
coger la cartera y, sin abrirla, estiró de un pequeño papel plastificado que
asomaba del billetero. Jenell sonrió mientras miraba cómo la muchacha leía el
papelito.
—¿Qué dice?
—Donde y cuando
tú quieras, allí estaré —y comenzaron de nuevo a brotar las lágrimas de los
ojos de Olga.
—Es muy hermoso.
¿Es su letra?
—Me lo escribió ella.
Me lo dejó en la cartera, sin que me diera cuenta. Tardé casi una semana en
verlo.
—Y lo
plastificaste para que nunca…
—…para llevarlo
siempre conmigo y no se me rompa.
—Estoy segura de
que tu madre es una persona orgullosa de su hija —señaló Jenell—. Que de estar
aquí tendría que ir por la calle con carrito de la compra para llevar corazón
hinchado de alegría de su hija.
Olga se rompió.
Agachó y ocultó su rostro tras las manos y quedó en ese estado, muda, durante
unos segundos. Viendo que no se recuperaba, la enorme Jenell se levantó
torpemente de la mesa y fue a abrazarla. La arrulló con aquellas manos grandes
y pizpiretas y la consoló con un escueto susurro:
—Está aquí,
cuidando de ti… Mi niña… Siempre está aquí…
Tras un par de
minutos de consuelo, de sonarse los mocos y limpiarse bien la cara, Olga
levantó la mirada.
—Muchas gracias…
Sonrió a Jenell,
que le devolvía la sonrisa.
—Por cierto, me
llamo Olga.
Brutal! Me ha emocionado.
ResponderEliminarLeería mucho más.
Simplemente genial.
¡Muchas gracias, Andreu! ¡Qué bueno leerte por aquí!
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