Subiendo al piso de arriba
El piso de arriba tenía un lustre distinto a todo lo que se veía en las plantas inferiores. Nosotros no podemos hacerlo, pero, si pudiéramos, si cualquiera de nosotros pudiera subir aquellas escaleras que conducen a la entrada del piso superior, de inmediato nos daríamos cuenta del soberbio y radical cambio.
Si subiéramos esa escalera, veríamos que el material del que estaban construidos los escalones que pisamos iría cambiando de forma gradual. Conforme ascendiéramos, veríamos cómo el granito de la escalera se iba convirtiendo en azulejo. Cómo el hormigón se volvía cerámica. Poco a poco, notaríamos que el blanco pasamanos de metal iba invirtiendo su color y se transformaba en hierro forjado con elegantes formas. Veríamos mutar el anodino gotelé en una marquesina de azulejos sevillanos y zócalos con todo tipo de ribetes sobre una pared encalada. Para cuando quisiéramos darnos cuenta, veríamos como habían empezado a surgir de las paredes docenas de maceteros repletos de geranios, buganvillas y hierbabuena. Mucha hierbabuena. Pero aquello no había sido siempre así, claro que no…
El piso de
arriba comenzó a cambiar poco después de que llegara él. Cuando lo hizo, el
piso era una construcción urbanita más. De los noventa. Con ventanas, pero sin
gracia. Con habitaciones, pero vacías del todo. Con un ascensor que ya no iba a
utilizar más. Con un aroma extraño al que no estaba acostumbrado. Con un
comedor demasiado grande para él solo. La soledad era lo peor. Echaba muchísimo
de menos a los suyos. A su mujer, sus hijas y sus nietos. Se veía tan solo allí
arriba… Claro, él jamás se puso a pensar en el momento de la mudanza, pero tuvo
que conformarse. Intentó por todos los medios volver al piso de abajo, pero le
fue absolutamente imposible bajar siquiera un solo escalón. Pasaron muchos días
y muchas semanas hasta que sintió que debía hacer algo con su nueva vida. Fue
solo cuestión de tiempo aceptar que ese era su sitio y debía amoldarse a él. O
no.
La estancia
tenía algunas herramientas desperdigadas por las habitaciones. Junto a cada una
de ellas, una nota rezaba: «Espero que te sirva». Decidió que podía llevar a
cabo algunas obras en aquel piso. Sorprendentemente, cuando quiso ponerse manos
a la obra, se dio cuenta de que se sentía con fuerzas. Con un vigor inaudito. No
sabía apenas nada sobre albañilería o construcción, pero tenía ilusión y tiempo
de sobras. Se había dedicado toda la vida al campo, así que era un trabajador
nato. Durante muchas tardes, y con la única compañía de un pequeño transistor
en que escuchar las corridas de toros o los partidos de fútbol, se puso a trabajar.
Comenzó por quitar el ascensor, pues ya no había más pisos a los que subir y
hacia abajo no funcionaba. En su lugar excavó un pozo. Sorprendentemente,
aunque sí le llevó un tiempo, no le costó mucho esfuerzo.
Un día, tras un
tiempo viviendo solo en aquel ático, se hizo con un perro. Uno de esos mestizos
viejos y malhumorados. Se ve que un buen día el animal ascendió por las
escaleras que llevaban al patio y, aunque al principio el hombre se sobresaltó,
tras un par de minutos comprendió lo que había sucedido. El animal había
llegado allí asustado y confundido. El hombre, mirándole y sonriéndole, se
sentó y lo llamó, agitando las manos. El perro dudó, pero, a base de esperar, poco
a poco se le fue acercando. Acarició su suave pelaje gris y, por un momento, al
hombre se le pasó por la cabeza la posibilidad de que alguien subiera las
escaleras en búsqueda del animal. Se asustó mucho. Segundos después cayó en la
cuenta de que nadie se presentaría para recuperarlo.
Pasaron los años
y, estación tras estación, continuó trabajando en el ático. Seguía extrañando a
su familia, aunque la compañía de un perro siempre hiciera mejores los días.
Con el tiempo, conoció las reglas de aquel lugar y se dio cuenta de que no
estaba tan solo. Había más gente en su misma situación con la que compartir
buenos momentos y conversaciones, pero sobre todo grandes chistes. Se hizo
popular en muy poco tiempo por su genial sentido del humor. Algunos de aquellos
vecinos le ayudaron a tirar abajo algunos tabiques. Les dijo que iba a
construir un patio desde el que mirar al cielo y tomar el sol. El hogar iba
tomando forma.
Una tarde de
enero el perro comenzó a ladrar de forma repentina. El hombre, que hasta ese
momento estaba echándose una siesta al calor del brasero de la mesa camilla, se
destapó extrañado y se incorporó. Cogió al perro en brazos y vio, a través de
las cortinas del comedor, la silueta de alguien que subía las escaleras del
patio. Agitándose, entornó los ojos para descubrir de quien se trataba.
El corazón
empezó a retumbarle en el pecho. Era ella. La mujer que abandonó en el piso de
abajo hacía unos años y de la que apenas pudo despedirse. La silueta menuda de
la mujer se desplazó, dubitativa, por el patio. No tenía ni idea de dónde se
encontraba. Aún estaba sorprendida por haber subido una escalera sin haber
llegado exhausta al último peldaño. Allí estaba, y no lo sabía todavía. Él,
sonriente, la observaba desde el quicio de la puerta. Ella, ajena a su marido, entendió
que el patio era una obra inacabada. Demasiadas herramientas por en medio. Llegado
el momento, el hombre dejó al perro en el suelo y este salió corriendo hacia la
mujer.
El animal
festejó su llegada ladrando y saltando. Ella, al verlo, quedó entre sorprendida
y confundida. Reconoció en seguida al animal y se extrañó de verlo allí. En un
primer momento no entendió qué hacía allí la que había sido la mascota de la
familia. Sin embargo, cuando levantó la cabeza y vio frente a sí a su marido,
mirándola, entendió perfectamente dónde se encontraba.
—Ay, Julio —dijo
ella, liberando el nudo que apretaba su garganta.
Ambos
recorrieron los pocos metros que los distanciaban con los ojos inundados de lágrimas
y los corazones palpitando en sintonía. A mucha velocidad. Él con los brazos
abiertos y una sonrisa de oreja a oreja. Ella con las manos en la boca,
totalmente incrédula. Un abrazo de época unió de nuevo al matrimonio que tantos
años llevaba separado. No demasiado lejos, los acordes de una guitarra
solitaria armonizaban el momento.
—¿Has estado
aquí todo este tiempo? —preguntó Petra, quitándose las gafas y enjugándose las
lágrimas.
—Aquí he estado…
—contestó él, todavía conmovido— No sé ni la de años que han pasado. Aquí todo
funciona muy raro. Al principio estuve solo y no sabía qué hacer. Con el tiempo
me di cuenta de algunas cosas. Mira —dijo, señalando a Wally—, el perro de los
niños está aquí.
Ella lo miró,
mordiéndose el labio inferior y con el ceño fruncido de pena. Asintiendo.
Asimilando todo lo que las palabras de su marido significaban.
—Tú ¿Cómo estás?
—preguntó él.
—Bien —contestó
ella, extrañándose de su propia respuesta—, la verdad es que me encuentro bien.
Desde que he llegado no tenido ningún dolor…
—Mírate las
manos —le dijo Julio, sonriente.
Se miró las
manos. El anillo dorado seguía en el mismo dedo y las uñas estaban sin pintar,
pero, de repente, algo llamó notablemente su atención. Ya no tenía artrosis. Sus
manos nudosas eran ahora unas manos sanas. Miró a su marido sin saber qué
decir. De inmediato, algo le vino a la cabeza y buscó un lugar donde sentarse.
Su marido la observaba con curiosidad mientras ella se descalzaba a toda prisa.
—Mis pies… —alcanzó
a decir, hasta que se tapó la boca con ambas manos.
—Aquí están
sanos —confirmó él—. Nada de juanetes.
Se sentó junto a
ella en medio de aquel patio en construcción y comenzaron a ponerse al día. Wally
se tumbó al lado de ellos. Al solecito. El amor que se tenían seguía intacto y
las miradas cómplices acompañaban a todo lo que se contaban. Ella le contó todo
lo que había pasado en el piso de abajo desde que él se marchó. Le habló de
todos sus nietos. Le habló de sus hijas y yernos. Le habló de Almudena e Iván,
que se habían sumado a la familia sin haberlos podido conocer. Lamentablemente, no pudo hablarle también de Carla, pues Petra tampoco la llegó a conocer, pero seguro le hubiera encantado hacerlo.
—Te habrían
encantado —dijo ella, agarrándole la mano.
—Me encantan
—contestó Julio—. Si son la mitad de buena gente de lo que tú me cuentas, yo
los quiero y los considero familia mía.
Él le contó
todas las cosas que había descubierto allí. Le ilustró sobre cómo funcionaba
aquel lugar. Le habló de los vecinos. Le habló del clima. Le habló de cómo
transcurría allí el tiempo.
—Mira, Petra —le
dijo él, levantándose—, prueba a bajar la escalera por la que has venido.
No pudo. Cuando
trató de bajar el primer escalón, el pie resbaló en el aire hasta colocarse de
nuevo sobre la superficie del patio. Miró a su marido, riéndose por la extraña
sensación. Lo intentó de nuevo con el otro pie mientras se agarraba al
pasamanos de la escalera. De nuevo, su pie volvió al suelo tras un balanceo en
el aire.
—No podemos
volver —dijo ella, con una amarga sonrisa.
Desde entonces,
los días transcurrieron como una segunda juventud. Continuaron trabajando
juntos en el hogar de sus sueños, pero ella mejoró lo que él había empezado. Se
encargó de llenar de plantas el patio andaluz que siempre habían querido tener.
Cambió las cortinas por visillos. Cambió, de vez en cuando, el Carrusel
Deportivo y la Feria de San Isidro por coplas de Juanito Valderrama,
Antonio Molina o alguna canción de Los Centellas. Sin embargo, donde más se notaba
su mano era en la cocina; sopeaos, tortillas de camarones, pestiños, espoleás…
Una tarde de agosto,
mientras el sol ya se ponía, Julio estaba terminando de colgar un farolillo en
el patio mientras Petra colocaba sobre una de las sillas de la cocina una
fuente de pescaíto frito. Tenía la mesa de la cocina llena de hortalizas,
ollas y cachivaches y tuvo que dejar la fuente allí por un momento mientras se
lavaba las manos. Los vecinos de al lado tenían música puesta. Los de enfrente
cantaban y bailaban. El ambiente veraniego también inundaba los pisos de arriba
de todos los hogares.
—¡Julio!, ¿vas a
querer un vasito de gazpacho? —preguntó Petra mientras se lavaba las manos.
—¡Tú llévalo a
la mesa —voceó él desde el patio—, que haremos el esfuerzo!
Se secó las
manos, sacó la jarra de gazpacho de la nevera y, cuando se disponía a enfilarse
hacia la mesa del patio, se quedó de piedra. La mitad de los pescaítos
estaban desperdigados por el suelo de la cocina. La otra mitad, en el hocico de
una perra tricolor.
—¡Me cago en la
leche que mamaste! —gritó Petra, balanceando la jarra de gazpacho— ¡Deja eso!
¡Fuera de aquí!
La perra ni se
inmutó. El tesoro que había encontrado merecía tanto la pena que ya se
preocuparía de aquella mujer luego.
—¿Qué pasa,
Petra? —preguntó Julio desde el patio.
—¡Juliooo! ¡Ven,
mira esto! ¡Ven acá p’acá!
Julio apareció
segundos después, apartando con ambas manos la cortina de macarrones de la
coladuría. También lo hizo Wally, con un peluche entre los dientes. Allí
encontraron a la mujer con los brazos en jarra y, entre los tres, una preciosa Beagle
que seguía a lo suyo. Devorando una fuente de pescado dorado, calentito y
jugoso.
—¿Y esto?
—preguntó, alucinando— ¿De quién es este perro?
Todos se
quedaron mirándola. Wally sostuvo un levísimo gruñido. La indignación mutó en
asombro para luego convertirse en sospecha. Luego a esto le siguieron la pena y
la ternura. Por último, la certidumbre de que aquel animal pertenecía a la
familia y era el último que había cruzado el arcoíris. El último que había
subido por la escalera hasta el patio. El olor de la comida hizo el resto.
—Mira Julio
—dijo Petra, hincando las rodillas en el suelo—, tiene un collar.
Una chapa
metálica de color carmesí con forma de hueso les dio su nombre.
—MAYA —leyó
ella—. ¿A ti te suena?
—¿A mí? Hija, si
yo me vine aquí antes que tú.
La perra se
había terminado la bandeja de pescaíto frito.
—Qué lástima…
—susurró Petra— Tenía hambre el animalito.
—No es muy
mayor, ¿no?
Maya se relamía
y miraba a ambos, como si de un partido de tenis se tratase.
—No lo parece,
no —dijo ella, acariciando la enorme cabeza del Beagle—. Oi, oi, oi,
oiii qué orejas tan grandes… ¿Y a ti qué te ha pasado, criatura?
—Como estaba con
el farol —comentó Julio—, no me he enterado de cuando ha llegado el animal.
—Ni yo —dijo
ella, levantándose—, estaba en el fregadero y luego con el gazpacho… Pero
vamos, que ha tenido que ser ahora mismito.
—Pobre…
Se quedaron
mirándola, en silencio, durante un momento.
Sus grandes
orejas, así como su hambre voraz, fueron para ellos sus más claros signos de
identidad. Pero Maya tenía más cosas. Tenía una mirada casi humana. De las que
podían contarte cómo se encontraba ese día. De las que podían pedirte que le
abrieras la puerta para pasar o que le siguieras acariciando si dejabas de
hacerlo. Era tozuda, como buen Beagle, y quizás hasta demasiado
exigente, pero seguro que, si pudiera explicarse, nos contaría que lo único que
reclamaba era que se cumplieran las reglas del juego establecido: el postre
tras la comida o soltar de una vez la pelota. Fue una hija más. Una hermana
más. Fue remedio a muchos males. Fue luz y calor de lumbre cuando los ánimos
eran gélidos. Fue divertida y gamberra como una amiga risueña que nunca se
cansaba de jugar contigo. Fue la más leal acompañante, siguiéndote siempre
fuera cual fuera la zona de la casa a donde te encaminases. Fue fuerte, recia y
hercúlea durante toda su vida, pero sobre todo en sus últimos meses. Fue
guerrera, haciendo frente a todo lo que la atacaba. Fue mujer, sinónimo de
fortaleza y de inmortalidad.
Y ahora quería
una chuche.
—¿Qué quieres,
hija? —preguntó Petra— ¿Qué te pasa?
—No veas —dijo
Julio, saliendo del silencio en el que había estado sumido—, qué forma de
ladrar. Dale algo, a ver si se calla.
—¡Pero si te has
comido todo el pescaíto! —le dijo a la perra, abriendo los brazos— Madre
mía, y ahora, ¿Qué vamos a cenar nosotros? ¿Eh?... ¿Qué quieres? ¿El postre?
Y así como Petra
pronunció aquella última palabra, Maya dejó de ladrar y se quedó inmóvil,
mirándola. Reconoció aquellas últimas tres sílabas... El-pos-tre. Le
fueron tremendamente familiares. Alguien se las enseñó en el piso de abajo. De
repente, la perra ladró levantando la cabeza y, a continuación, hizo la
croqueta. Hacia la izquierda, porque hacia la derecha no sabía.
Las risas, los
aplausos, los vítores, los ladridos y el amor inundaron de nuevo aquella cocina
del piso de arriba. Era verano de dos mil veintidós y los cuatro tenían todavía
mucha vida por delante.
A mis abuelos y
mis perros. A mi familia. Al amor verdadero.
Estoy sin palabras cariño, no puedes explicarlo mejor me has hecho llorar , gracias mi niño me ha encantado te quiero
ResponderEliminar¡Muchas gracias, mamá! A mí me encanta que os haya gustado. ¡Te quiero!
EliminarQue bonito José, me ha encantado, bonita forma de cambiar la tristeza en alegría, y el amor verdadero a los abuelos y animales de compañía que habéis tenido, precioso!!😍😍😍
ResponderEliminar¡Esa es la idea! Siempre hay que tener una actitud positiva y pensar que allá arriba están todos bien.¡Muchas gracias!
EliminarGracias, gracias y mil veces gracias, hermano❤️.
ResponderEliminarNadie como tú para plasmar con palabras tantos sentimientos.
Eres enorme.
Te quiero❤️
Os quiero❤️❤️❤️❤️
¡Te quiero, hermanita! ¡Muchas gracias y me encanta que te haya gustado! ¡Muaks!
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