En ese mundo, Max se sentía otro. No debía preocuparse por nada que no fuera disfrutar del momento, ya fuera estando solo o en compañía.
Algo que le llamaba muchísimo la atención cuando empezó a visitar aquél lugar fue el no sentir frío ni calor. Era algo que se imponía a todo lo demás, pues allí de donde él venía siempre debía buscar refugio al anochecer para no morir congelado en invierno y sombras en verano para no achicharrarse al sol. Sin embargo, ya os digo que en ese nuevo mundo Max no tenía sensación de necesitar ninguna de las dos cosas.
Por último, notó que vivir en aquél lugar era placentero porque jamás pasaba hambre. Siempre había un bocado que llevarse a la boca en algún cacharro, bolsa o comedero. Siempre llegaba alguna voz de otro como él avisando del hallazgo de un nuevo banquete. Allí las tripas no rugían ni enfermaban. No dolían las patas ni las encías, los paseos eran tranquilos y las horas de juego, divertidas.
Lo único malo era que, lamentablemente, algo tan bonito duraba demasiado poco. La preciosa sensación de vivir en otro mundo tan diferente al suyo propio se desvanecía al despertar tras un golpe de claxon, un gran trueno o al oír disparos de escopeta.
Y es que Max sólo era feliz cuando dormía. Sólo dejaba de tener hambre y sentir dolor cuando Morfeo le atrapaba entre sus brazos. Quién sabe cuánto iba a durar, así que lo mejor era disfrutar de aquél mundo y soñar con quedarse allí para siempre.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.