El olor a tierra mojada y césped recién cortado invadía todo. Por lo menos todo cuanto le alcanzaba la vista. Desde la valla de dos metros de altura que tenía a su izquierda hasta la balaustrada que se encontraba a su derecha. Frente a él, el veterano seto recién podado y el innegable y satisfactorio resultado de una mañana de duro trabajo.
—¿En qué
piensas, Oliver?
—Hola, mamá —dijo,
haciendo una pausa—. En nada… miraba el jardín.
—Te ha quedado
muy bien. Se nota que ya tienes práctica. Vamos a tener que contratarte en
serio para que hagas las funciones de Santiago más allá de esta semana.
—¡Lo que me
faltaba! —exclamó, entre aspavientos— Ya solo me queda mañana, y lo gordo ya
está hecho.
—¿O no estás
orgulloso de tu trabajo? —dijo su madre, sonriendo mientras parecía abarcar con
sus brazos cada rincón del vergel.
—Sí, pero esto
lleva su curro eh…
—Y tanto, hijo. Tanto como cualquier cosa que quieres que salga bien en la vida.
Su madre se
sentó junto a él en los escalones que daban acceso a la casa. Le traía una bandeja
con un vaso de limonada y un par de rebanadas de pan con tomate y aceite.
—Toma, anda. Ya
está bien de trabajar. ¿Me dices ahora en qué pensabas?
Oliver cogió la
bandeja, sonriente y cabizbajo.
—Gracias, mamá.
Sorbió un buen
trago de limonada y, aún mirando a la bandeja, espetó:
—No ha colado,
¿no?
—Pues no, hijo.
Que te he parido. Que sé lo que me quieres decir antes de que pienses en
hacerlo. Vamos, cuéntame.
—¿Recuerdas al
chico que conocí en la boda de Susana? —preguntó Oliver, haciendo equilibrios
con una de las rebanadas para no mancharse los dedos de aceite.
—Mmmm… ¿Aníbal?
—se preguntó su madre, entornando los ojos y haciendo memoria.
—¿Aníbal?
¡Jajajaja! —gritó Oliver, divertido— ¡Se llamaba Alan, mamá!
Y se le llenó el
meñique de aceite.
—¡Aaahhh! ¡Alan!
Sí, sí, perdona hijo, perdona. Tampoco es que me haya equivocado de mucho.
La estampa era
muy enternecedora. Madre e hijo sentados en la escalera del jardín. Ella:
limpia, con vaqueros y camisa. Él: sudado y sucio, con ropa de batalla y
chupándose el meñique para tratar de evitar que el aceite le llegue a la
muñeca. Ambos riendo. Ambos cómplices.
—Pero qué haces…
¡No seas cochino y límpiate con la servilleta! Y bueno, ¿qué pasa con el tal
Alan? —preguntó su madre, inquieta.
—Bueno, ya sabes
que Susana se casó en octubre…
—Ajá… —musitó,
sonriente.
—Y sabes que,
bueno, yo voy y vengo… Y conozco a mucha gente…
—Sí, hasta ahí
llego…
—Pues comenzamos
a vernos, mamá.
—Ya, si eso me
lo imagino. Pero eso no es todo. Sigue —exigió su madre, con determinación.
Oliver miró
sonriente a su madre, admirándola. Con su aspecto jovial, divertido y
despreocupado, aquella mujer echaba por tierra los argumentos de cualquiera de
aquellos padres y madres que habían pasado el duro trago, la maldita
experiencia, el deplorable camino, el cruento castigo… de que
a su hijo le gustasen los chicos. Todos aquellos que pensaban que tal desdicha
o deshonra atormentaría sus vidas no sabían absolutamente nada de la vida.
Aquella mujer tenía tanto amor dentro que podría repartirlo a cada ser vivo del
planeta en sacas de quinientos quilos y aún tendría una cueva repleta de
toneladas de amor por repartir. El hecho de que su hijo fuera gay no hizo más
que brotar más amor por él desde aquella pequeña cueva que era su corazón.
—Lo hemos dejado
—dijo Oliver sonriente, pero con los ojos vidriosos—. Hace tres días.
—Amor… —y le
cogió la cara con las dos manos.
Era imposible
mirar a una persona más adentro. Esos cuatro ojos se toparon en un choque
frontal y, como inmediata respuesta, lucieron dos sonrisas.
—¿Cómo estás tú?
—preguntó la madre.
—Bueno… —rio,
cruelmente— No puedo dejar de pensar en él.
—¿Y qué es lo
que ha pasado?
—Que se va, mamá
—dijo, volviendo a la tostada—. Se va a trabajar a Australia a la empresa de un
familiar y tiene muy claro que tiene que centrarse en su trabajo y en seguir
estudiando allí. Además —continuó, después de un gimoteo—, me ha dicho que
tampoco es que esté muy seguro de lo nuestro.
—Vaya. Cuánto lo
siento, mi amor…
La madre comenzó
a atusarle el pelo y a quitarle pequeñas briznas de seto de la cabeza.
—Y hemos tenido
piques e historias. Me gusta, es un chico muy parecido a mí y lo hemos pasado
muy bien… —sorbo de limonada— Y no llevábamos tanto tiempo, solo han sido tres
meses. Quizás es que no me lo esperaba… A ver, yo no creo que esté enamorado,
pero llevo unos días pensando en todo lo que hemos vivido en tan poquito
tiempo…
—Mi niño…
—susurró su madre.
—Y ahora ya no
me duele tanto, porque entiendo que mira por su futuro y tal… Y además veo que
para él esto no estaba significando lo mismo que para mí —sorbo de limonada—. Y
no creas, no ha sido un Ya no me gustas y conformarme. Hemos estado
hablando unos días y las cosas han quedado claras, pero en este lado de la
balanza —Oliver simulaba una balanza con las manos y bajaba con señas exageradas
la mano que sujetaba la tostada— han quedado más cositas que en el otro lado…
La madre besó la
cabeza de su hijo mientras le acariciaba el cuello con una mano y le frotaba la
espalda con la otra.
—Si estoy bien,
mamá, tranquila —dijo, pegándole un bocado más a la tostada.
—Qué bonito
eres, Oliver.
—Qué va, mamá.
Solo espero curarme de él. Es muy pronto todavía.
—Sí lo es, sí… —le
dijo, pensativa— Pero mira, me acabas de recordar un poema de Sabines.
—Ah, ¿también
tienes un poema para esto? —preguntó Oliver, que entre risas se frotaba los ojos
con el dorso de una mano.
—Escucha, tonto.
Se llama Espero curarme de ti:
Espero curarme de ti en unos días. Debo dejar de fumarte, de beberte,
de pensarte. Es posible. Siguiendo las prescripciones de la moral en turno. Me
receto tiempo, abstinencia, soledad.
Oliver dejó la
tostada en el plato, se sacudió las manos y apartó la bandeja a un lado para
escuchar a su madre con toda su atención. Su madre prosiguió:
¿Te parece bien que te quiera nada más una semana? No es mucho, ni es
poco, es bastante. En una semana se puede reunir todas las palabras de amor que
se han pronunciado sobre la tierra y se les puede prender fuego. Te voy a
calentar con esa hoguera del amor quemado. Y también el silencio. Porque las
mejores palabras del amor están entre dos gentes que no se dicen nada.
Hay que quemar también ese otro lenguaje lateral y subversivo del que
ama. (Tú sabes cómo te digo que te quiero cuando digo: «qué calor hace», «dame
agua», «¿sabes manejar?», «se hizo de noche»… Entre las gentes, a un lado de
tus gentes y las mías, te he dicho «ya es tarde», y tú sabías que decía «te
quiero»).
Una semana más para reunir todo el amor del tiempo. Para dártelo. Para
que hagas con él lo que quieras: guardarlo, acariciarlo, tirarlo a la basura.
No sirve, es cierto. Sólo quiero una semana para entender las cosas. Porque
esto es muy parecido a estar saliendo de un manicomio para entrar a un panteón.
—Pues sí que dejaron
para el arrastre a ese pobre hombre —dijo Oliver, mirando a su endiosada madre
con la cabeza apoyada sobre una mano, empujándole una mejilla hacia arriba y deformándole
la cara.
—Ya ves, ¿eh?
Hay amores que matan… Y los hay que solo parece que matan.
—¿Qué quieres
decir?
—Que eres muy
joven, hijo, y que con Alan habrás pasado muy buenos momentos, no lo dudo. Es
normal que duela un poco, pero seguro que alguien más especial que él te está
esperando y esta experiencia te habrá enseñado cosas buenas. Seguro.
—No sé, a mí me
parecía que por fin había dado con alguien bueno y que me entendía cien por
cien.
—Y él también
dio con alguien maravilloso, ¿no te parece? —y hundió su dedo índice en la
mejilla deformada de su hijo— Pero la vida a veces nos lleva por caminos que no
siempre son amables. De repente nos topamos con una rama y plof, nos
caemos de morros. Y ahora tienes que levantarte, sacudirte el polvo y continuar
el camino mirando al frente.
—¿Sigue vivo? —preguntó
Oliver.
—¿Alan? Espero
que sí, ¿no? —contestó, apresurada y divertida.
—¡Mamá! —gritó
Oliver, entre carcajadas— ¡El señor que escribió el poema!
—¡Aaahhh! ¡Vale,
vale! —le guiñó un ojo— pues no. Jaime Sabines murió antes de que tú nacieras —Oliver
arrugó el morro en un gesto de lástima—. Pero tengo algunos de sus libros en
casa, ¿te ha gustado el poema?
—Bueno, yo soy
más de novelas, pero ha estado bien.
—Lo sé, así que,
¿sabes qué? —dijo ella, golpeándose en las piernas con las palmas de las manos
a la vez que se ponía en pie— Te vas a duchar, te vas a poner guapo y nos vamos
a ir a comer al Claxon.
—¿Sí? —bramó el
hijo, sorprendido, levantándose de un salto— ¡Vamos! ¡Planazo!
—Y luego nos
acercamos a la librería a echar un ojo —le sugirió al amor de su vida, cómplice—,
¿te parece?
—Me parece, mamá
—contestó el hijo más orgulloso del mundo de su madre—. Eres la mejor.
—Anda, corre
para la ducha —le contestó, guiñándole de nuevo un ojo.
Y viendo como Oliver
daba el primer paso para levantar el ánimo, aquella madre, la más orgullosa del
mundo de su hijo, ensanchó un poquito más aquel corazón lleno de amor.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.