Anoche, mientras
acunaba a Carla, fui testigo directo de algo que me hizo pensar en
esta pregunta.
Dormía profundamente
en mis brazos desde hacía un rato. Cuando duerme de esa forma es
imposible apartar la mirada. Es un ángel. A veces hasta sonríe y
ese reflejo no hace otra cosa que dibujar otra sonrisa en mis labios.
Me impregno de esa paz que suele adueñarse de ella y, cuando eso
pasa, me tranquiliza. Me calma. Casi me sube el azúcar. Sería capaz
de pedirle al cielo que siempre estuviera así, pero no lo hago,
consciente de que me perdería otras tantas cosas increíbles que me
esperan.
De repente, Carla
empezó a llorar de forma desconsolada. Aún dormía. Aún soñaba.
Algo desbaratado debió ocurrir en su mente para sacarla de aquella
paz y hacerla temer y sufrir. Afortunadamente, no duró mucho. La
pesadilla se fue por donde vino y mi princesa volvió a quedar en
silencio y a dormitar como hacía un minuto atrás.
Sorprendido, empecé
a preguntarme qué carajo podía pasar en la cabeza de una
personita que más allá de biberones gigantes, turbios rostros
familiares y una escasa paleta de colores, no ha conocido nada más.
No sabe cómo son (o pueden ser) los monstruos. No conoce apenas el
dolor. No tiene temores ni miedos porque apenas le ha dado tiempo a
conocer la soledad.
Llorar dormido es un
acto lleno de significado (o no) que merece reflexión. Dan ganas de
explorar dentro de esa cabecita para conocer el miedo más básico
que tenemos cuando somos bebés. El temor que nos viene de casa sin
haber conocido aún absolutamente nada que nos haga temblar. Ese
miedo que imagino, poco a poco se va escondiendo tras los temores que
vamos conociendo conforme nos hacemos mayores.
Entonces, ¿con qué
sueñan los bebés? Una de esas preguntas que se suman a la larga
lista de inquietudes trascendentales. Debe ser, insisto, algo tan
sumamente trivial como absolutamente fascinante.
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