—Hola —dijo Sara,
de repente.
—¡Uh! —exclamé
sobresaltado— ¡Hola! ¿¿Siempre tienes que aparecer de esta manera??
Sara se encogió de
hombros, como si ya estuviese acostumbrada a mis refunfuños.
—¿Y tú? ¿Tienes que
ser siempre tan simpático? Recuerda que yo no aparezco cuando
quiero, guapo.
—Ya... Pues a este
paso, en una de estas, me quedo en el sitio.
—Exagerado —dijo
Sara, casi susurrando y entornando los ojos—, ¿Qué haces?
—Pensar.
—Ya. Obvio. Si no,
no estaría aquí.
—Pues llevo días
pensando y tú no has aparecido, bonita.
En ese momento, Sara
carraspeó.
Me quedé mirándola
pensativo. Sara siempre aparecía cuando tenía buenas ideas. Era mi
musa, ese ser etéreo que únicamente yo veía y que suele echarme un
cable a la hora de darle forma a mis historias. Si no había
aparecido hasta entonces sólo podía significar que todo lo anterior
no había valido para nada.
—Sí que vale.
—¿Có...? ¿También
lees mis pensamientos? —pregunté, incrédulo.
—¿Por qué crees
que no vale para nada? —se puso a mirarme seria, cruzando las
piernas y los brazos, reclinándose en el brazo del sofá. Odio que
me respondan con una pregunta.
—No sé —comencé
a elucubrar, rascándome la cabeza—, el hecho de que no hayas
aparecido hasta ahora no habla muy bien de lo que ha ocurrido en mi
cabeza estos días atrás.
—Ajá —asintió.
—He tenido muchas
ideas, Sara —proseguí—. Algunas buenas y otras no tan buenas...
Lo que me ocurre es que estoy todo el día dándole al coco, pensando
historias, pensando en personajes... De repente tengo una buena idea
y ¡zas! —di una palmada que la asustó un poco—, quiero escribir
un libraco. Creo en esa idea, me motivo y me ilusiono. ¡Casi la veo
impresa! Sin embargo, llega un momento en el que, cuando me tengo que
sentar a escribir, soy incapaz. ¿Recuerdas aquél artículo de El Tiramilla en el que se hablaba sobre los escritores de mapa o brújula?
—Sí, lo recuerdo.
—Pues creo que sin
mapa no soy nadie —dije, cruzando los brazos y hundiéndome en el
sillón—. No puedo avanzar.
—Necesitas tenerlo
todo controlado, ¿no es así? —preguntó ella con una sonrisa en
los labios.
—Creo que sí. Y es
un problema... —perdí la mirada entre los pelos de la alfombra—.
No siempre puedo tener tiempo para planear cada cosa que sucede en la
historia. Ya lo hice con mi primera idea. Sigo pensando que es la
mejor que he tenido y sin embargo, aun teniendo el Moleskine lleno de
dibujos, de tachones, de anotaciones al vuelo y demás locuras,
siento que no estoy preparado para escribir esa historia de principio
a fin —volví a mirarla a los ojos—. Es como si me faltaran
piezas.
—Y, ¿qué piezas
crees que te faltan?
Abrí los ojos de par
en par y arqueando las cejas, sin saber qué contestar. Volvía a
contestarme con una pregunta. Qué rabia.
—No sé.
¿Experiencia?
Por primera vez,
quedamos los dos en silencio. Se puso a pensar la manera en que me
volvería a preguntar algo:
—¿Para qué crees
que sirven todas las ideas que acaban en la papelera? —preguntó al
fin.
—Para nada.
Me miró a los ojos,
carraspeó levemente y volvió a intentarlo.
—Imagina un
laberinto con paredes de cristal. Desde que empiezas el recorrido
hasta que llegas al final, irremediablemente te darás unos cuantos
sopapos contra las paredes, ¿no crees?
Ese ejemplo me hizo
sonreír.
—Supongo... Sí.
—Bien. Habrá gente,
más avispada que otra, que antes de avanzar por el laberinto mire al
suelo para quizás descubrir una junta que revele que lo que tiene
ante sí es una pared y no un camino libre —hizo una pausa para
tragar saliva—. Esas personas suelen acabar el laberinto antes que
los demás. Y se dan menos porrazos.
—Ajá.
—No lo has
entendido.
—¡Sí! ¡Claro que
sí!
—La cuestión es
que, te des más o menos porrazos, casi siempre acabas llegando al
final del laberinto. Los porrazos, lejos de ser un símbolo de
fracaso, son correcciones que hacen que tomes otro camino para llegar
al final. Finalmente, el número de correcciones necesarias es lo que
diferencia a una persona preparada y experimentada de una que no lo
está.
Sólo podía sonreír.
Desde que la conocía, Sara nunca había invertido tanto tiempo en
hacerme sentir bien. En explicarme que aun teniendo días de bajón
en que todo lo que pienso para mis historias acaba en agua de
borrajas, dichas experiencias son casi tan enriquecedoras como las
que acaban por llegar a buen puerto. Estuve mirándola por un minuto
sin parar de sonreír y negando con la cabeza, sin saber qué decir a
continuación.
—Bueno, ¿Qué? ¿No
vas a decir nada? —preguntó, impaciente.
—Gracias. De verdad.
Ladeó la cabeza y me
sonrió.
—Venga —cambió el
tono y volvió al genio de siempre, pero con la sonrisa aún en los
labios—, cuéntame lo que pensaste el otro día cuando me viste
volar ahí afuera.
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