Llovía, pero no era algo que le preocupara. Ya no.
Se limitó a
guarecerse y a observar cómo todo se mojaba y se nutría a su alrededor. Notaba
como todo aquello que le rodeaba parecía estar agradecido por la lluvia. Vivir
en una zona montañosa tiene eso; que el bosque necesita de lluvia de tanto en
tanto.
Se puso a pensar en la primera vez que ocurrió.
Por aquél
entonces era mucho más joven y fuerte, claro. También más ingenuo y cobarde,
todo sea dicho. Su familia fue a recogerle y, cuando apenas habían llegado a
casa, a todos les sorprendió una tromba de agua de las que hacen historia. Fue
una sensación aterradora sentir el golpeo de la lluvia en el techo del coche y
después sentirlo por todo el cuerpo al salir del auto. En el camino al porche
de la casa dio tiempo a que la tormenta les dejase a todos chorreando y calados
de frío. Tras un buen baño de agua caliente y abundante dosis de secador, fue
una gozada ver llover junto a la chimenea. Recordaba lo relajante y seguro que era
contemplar las inclemencias del tiempo tras un cristal, calentito y seco.
Con el tiempo,
la familia fue creciendo. Sus hermanos (que, aunque no fueran de su sangre él
los consideraba como tal), abandonaron el hogar y empezaron a espaciar cada vez
más las visitas. Primero venían una vez a la semana, luego una vez al mes y
desde hacía tiempo pasaban por allí ni se sabe cuándo. ¿Y su mejor amigo? Ya no
lo era. Hacía tiempo que se le mostraba distante, huraño y esquivo. Daba la
sensación de que hubiera pasado algo entre los dos y la relación se hubiera
roto para siempre sin que él supiera el motivo. Cualquier tiempo pasado fue
mejor, pensó para sí.
Ahora, años
después, sería incapaz de reconocer el interior de la casa. De recordar lo
increíblemente acogedores que eran esos muros. Los buenos momentos, las
excursiones y los juegos parecían pertenecer a otra vida. Por mucho que cerrase
los ojos y lo intentase, le era imposible recordar el sabor de la comida de los
primeros meses. Todo le costaba demasiado porque ya hacía mucho tiempo que
vivía lejos de aquel hogar. Ahora vivía apartado de todo y de todos y recibía únicamente
las visitas imprescindibles para recibir agua y comida seca. Ahora su vida se
había vuelto silenciosa y gris. Tan gris como las herrumbrosas cadenas que lo
retenían.
Había perdido
tantas cosas… Había perdido peso, pelo y dientes. Había perdido la voz. Había
perdido valor. El valor de ladrar a todo visitante desconocido para defender la
tierra de su amo. Con todo lo que había perdido ya, ¿Qué más le daba que
lloviera?
¡Gracias a Borja por la frase!
¡Muy bueno!
ResponderEliminar¡Muchas gracias, Borja!
Eliminar