—Esta Nochevieja va a ser patética.
—Vamos, Luna
—contestó su hermana a la vez que desenchufaba la plancha y recogía la mesa de
planchar—, no te pongas de nuevo en plan víctima. Sabes que a mamá le hace
mucha ilusión celebrar esta noche en familia. Ya son unos cuantos años sin ti
por estas fechas. ¿Cuánto hace que no estamos todos? ¿Cinco, seis años?
—Cuatro. Y no
estamos todos —dijo Luna de forma cortante.
—Ya… —suspiró Andrea, a la vez que se sentaba junto a ella—. Lo siento mucho, hermanita, pero tienes que pasar página y hacerte ya a la idea de que se ha terminado.
—¡Qué fácil lo
ves tú todo! Como se nota que tienes a Leo a tu lado.
—Bonita —le dijo
sonriendo—, todo ha terminado entre vosotros porque fuiste precisamente tú la
que le dijo que estabas cansada y que necesitabas un tiempo.
Las hermanas,
aunque estaban pegadas la una a la otra, se giraron para mirarse frente al enorme
espejo de la pared. Estaban sentadas sobre una cama deshecha y llena de ropa,
complementos, perchas y zapatos. Estaban a medio vestir y a un par de horas de
la última cena del año.
—Venga —dijo
Andrea, dando una palmada—, vamos a ponerte guapa.
En la casa ya se
respiraba un aire propio de las noches importantes de la Navidad. Mamá había
puesto villancicos y preparaba su ropa de gala. Papá se afeitaba en el aseo junto
al pequeño Mario, que copiaba cada gesto subido en su taburete. Para Luna era
la primera Nochevieja que iba a celebrar con su familia en los últimos cuatro
años, pues todo ese tiempo atrás había pasado siempre las Navidades en Zúrich. Formaba
parte de un grupo de sanitarios españoles que emigraron a Suiza por cuestiones
de trabajo y que en el ámbito social eran como una familia. Celebraban la
Semana Santa, el día del trabajador, el día de la Hispanidad… Y cuando llegaban
las Navidades se organizaban con precisión quirúrgica para que no le faltase de
nada a quien debía pasar esa temporada lejos de España. Y fue en ese grupo
donde conoció a Pedro.
Formaban una
pareja tan pintoresca como maravillosa. Dos españoles en Suiza; una mallorquina
y un cordobés. Habían pasado los últimos tres años (y las últimas tres
Nocheviejas) rodeados de suizos, sí, pero fuera de sus jornadas laborales
convivían con catalanes, madrileños, extremeños, valencianos… Sin embargo, tras
romper definitivamente la relación, la de este año iba a ser la primera Navidad
lejos de lo que hasta ese momento habían considerado su nuevo hogar. Luna
decidió volver a casa.
La familia fue a
cenar a un restaurante con espectáculo y la velada no pudo ser más agradable.
La cena fue exquisita y casi toda la familia disfrutaba de lo lindo de la
fiesta. Mamá no paraba de salir a bailar con papá a cada ocasión que se les presentaba.
Andrea y Leo formaban un tándem perfecto y, cuando no se comían con la mirada, se
encargaban de hacer que Mario soltase un ratito el móvil y también participase
de la fiesta. Luna agradeció los esfuerzos de todos, pero no dejaba de sentirse
fuera de onda. Le fue inevitable recordar cómo había celebrado la última Nochevieja.
Habían
improvisado una paella. A falta de uvas, terminaron despidiendo el año comiendo
pasas alrededor de una mesa repleta de botellines vacíos de cerveza suiza.
Dulces típicos de la zona, música pop española y una noche de risas rodeada de
sus mejores amigas y amigos. Pedro no se separó de ella ni un segundo e hizo
que jamás se olvidase de aquella noche. Extrañaba a sus amigas. Echaba en falta
los brazos de Pedro. Hubiera dado lo que fuera por retroceder en el tiempo, volver
al aeropuerto y no decirle aquellas palabras.
Poco antes de la
medianoche, cuando muchos acostumbraban a desabrocharse algún botón de la
camisa o aflojar la presión de los cinturones y los postres comenzaban a poblar
todas las mesas, subió al escenario el metre del restaurante.
—¡Antes de
despedirnos de este año, queremos brindaros unos minutos de magia! —dijo con
una alegría desmedida— Por favor, ¡recibamos con un caluroso aplauso al Mago
Robert!
Y de repente
apareció él con su sombrero de copa y su brillante sonrisa. Todos los
comensales rompieron a aplaudir. Mario estaba fuera de sí. Sus padres, su
hermana y su cuñado aplaudían y alucinaban con la sorpresa.
No se lo podía
creer. Después de tantos años, al final había acabado celebrando de nuevo la
Nochevieja con su familia en un restaurante y viendo a un señor mayor hacer
magia antes de tomarse las uvas. Un auténtico planazo.
—¡Muchas
gracias, amado público! ¡Muchas gracias! Sabemos que este año no ha sido un año
fácil para muchos, ¿verdad? —comenzó a decir el mago— Y seguro que muchos de
vosotros estáis deseando pedir vuestro deseo de fin de año para ver si el 2019
se porta mejor que este año.
—Patético —susurró
Luna.
—Yo os voy a
hacer un favor —Y, poco a poco, se hizo el silencio—. Quiero, por favor, que
todos y todas cerréis los ojos y penséis en esa persona que ahora mismo os
falta. Pensad en ella como si, haciéndolo, pudierais traerla aquí esta noche, a
vuestro lado. Quiero que penséis en cómo os sentiríais con ella. En cómo
cambiaría todo si pudiera estar aquí, formando parte de esta fiesta.
El salón, además
de enmudecido, se tiñó de recuerdos y deseos. De lamentos y sonrisas. Los
hombres y mujeres de la sala, como si fueran escolares, mantenían los ojos
cerrados y pensaban en sus seres queridos. Los más escépticos solo sonreían
mirando a los demás. Luna observaba como todos los miembros de su familia
mantenían los ojos cerrados. Su madre, que los abrió por un momento, sonrió y
le hizo un ademán con la cabeza para que ella también participase en el juego.
Luna cerró los ojos.
—Eso es
—prosiguió el Mago Robert con voz sosegada—. Seguro que esta noche sería mejor
con esa persona, ¿verdad? Ellos y ellas lo saben, por eso os acompañan y, en
cierto modo, están aquí con nosotros. Os prometo que esas personas están más cerca
de vosotros de lo que podéis imaginar. Podéis abrir los ojos. Y ahora, ¡démosle
un aplauso a la gente que queremos y no puede estar aquí esta noche! ¡Un
aplauso para ellos!
Y el público
rompió de nuevo en vítores y aplausos y dio comienzo el show de magia.
—¿Cómo estás?
—preguntó Andrea entre tanto alboroto.
—Bien —sonrió
Luna—, estoy a gusto.
Andrea sonrió,
asintiendo.
—¿Qué pasa?
—preguntó Luna, sorprendida.
—Deberías
girarte —y Andrea hizo mover en círculos el dedo índice—. Creo que alguien te
espera.
Luna comenzó a
sentir palpitaciones en el cuello y un tremendo calor le brotó de lo más
profundo de su ser. Quería y no quería mirar. Quería porque si lo que más
deseaba estaba esperándole a unos metros definitivamente iba a ser la mejor Nochevieja
de su vida. Si no quería girarse era para no llevarse una tremenda decepción si
el que estaba allí no era él.
—Hola —dijo Pedro sonriendo y con una bolsa de pasas en la mano—, ¿llego a tiempo?
Nota: Este minirelato continúa en un artículo posterior. Puedes leer la segunda parte aquí.
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