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martes, 2 de octubre de 2012

Escribir para dar vida

Hola amigos,

Hoy he leído en El Tiramilla un artículo que me ha venido al pelo para contaros una andanza más de las mías. Uno de esos episodios que invita a la reflexión y la apreciación. El artículo en cuestión se llama ¿Por qué escribes? y está escrito por Daniel H. Chambers. Viene a contar que en su vida se ha instaurado una constante, que no es otra que la eterna pregunta que se le suele lanzar a un escritor cuando este no es un Ken Follet o un Stephen King; ¿Por qué escribes? ¿Por qué lo haces, si no te haces rico, no van a hacer una película de tu libro y encima has tardado un montón?

La pregunta, a priori, tiene su lógica, dado que la mayoría de las veces quienes la formulan son niños. Para un niño, un trabajo que no es productivo, no aporta motivación alguna. Los niños quieren ser médicos, astronautas, futbolistas... Lo quieren ser porque son trabajos muy valorados y a los cuales asocian vidas acomodadas. Si podéis, leed el artículo. Yo me he sentido muy identificado y gracias a él he podido hacer esta entradilla, que me va de fábula para contaros una de las razones por las que yo escribo.

Desde luego, estoy de acuerdo con todas y cada una de las razones que ha expuesto Daniel en su artículo, pero quería añadir una más; yo escribo para transmitir.

Este fin de semana ha sido durillo. En la familia llevamos una temporada para olvidar y este domingo definitivamente fue de los peores. No lo detallaré, pero podría deciros que tenemos a un familiar en el hospital en estado delicado y ayer mandaron llamar a toda la familia. Ese momento lo recordaré durante mucho tiempo, y es de aquellos que te ponen la piel de gallina nada más producirse. Suena el teléfono y sólo esperas que no sea para lo que ya está pasando por tu cabeza. Tienes miedo incluso de contestar, y cuando lo haces, lo que te espera al otro lado del teléfono es la voz de tu misma sangre hablándote entre lágrimas.
 
La mañana fue bastante amarga. Torpes paseos por el pasillo, conversaciones sin ánimo con la familia y caras grises y lágrimas allá donde mirases. La alegría y la chispa que nos caracterizaban se marcharon y nos dejaron inertes, tristes y sin ganas de nada. No pensabas en nada sin atormentarte y no tenías motivación para sonreír. El mundo se nos hundía poco a poco sin saber en qué momento dejaríamos de sufrir.

Llegó la hora de la comida. Demasiados familiares esperando sin saber qué esperar. Decidimos, pues, ir a comer y volver horas más tarde para relevar al resto de la familia. Durante la comida no faltaron palabras de ánimo y esperanza, aun teniendo el ánimo por los suelos. Sabíamos que nos quedaba una tarde por delante llena de incertidumbre y miedo.

Pero sonó el móvil. No lo esperábamos y sonó con la misma melodía feliz de siempre, aun pudiéndonos deparar noticias amargas. Todos aguantamos la respiración mientras mi hermana contestaba y, con semblante serio, intentaba escuchar a mi prima.

Eran buenas noticias, ¡Buenísimas noticias! Todo lo que teníamos en mente hasta ese momento se disolvió y quedó en el olvido de forma tajante. Todo lo mal que lo habíamos pasado aquella mañana se convirtió en pura anécdota. Todo lo que veíamos venir ahora eran buenos momentos, sonrisas, bromas, abrazos, miradas con cariño y verdadera devoción hacia ella, que nos había asustado tanto.

Salimos del bar, pusimos la directa al hospital y llegamos en nada, justo para verla mirarnos desde la cama, sonriendo, esperándonos. Se había despertado y estaba entusiasmada al ver tanta gente a su alrededor. Empezamos todos a bromear con ella, a reírnos, a lanzarnos miradas de complicidad y desahogo. Empezaron entonces las conversaciones cruzadas y las caricias de alivio. Los suspiros tranquilos.

Y fue ahí cuando me aparté del bullicio, salí del pasillo y lloré. Lloré pidiendo que se quedase así, que no volviera a decaer. Lloré de dolor porque soy una persona fuerte que se derrumba en la intimidad. Lloré de alegría porque me emocionó verla mirarme, despierta, fuerte. Guapa.

Volví a la habitación y me senté entonces en una banqueta, apartado de todos, y contemplé la escena; todos y cada uno de los que allí estaban, rodeando la cama, tenían el alivio impreso en sus caras. Todos sonreían y todos hablaban o escuchaban, atentos a las conversaciones. Ni una sola persona en la habitación estaba callada ni ausente. Todos querían participar de un momento tan especial como ese. Ya nadie sufría, nadie tenía la pena en la boca. Yo les miraba y me parecía estar viendo una película, porque todo era perfecto. Si hubiera podido plasmar esa escena en una fotografía, llevaría esa foto en la cartera siempre conmigo, porque fue un instante tan bello, tan precioso, que necesitaba plasmarlo en algún sitio.

Es por eso que escribo esta entrada. Es por eso que escribo.
Para transmitir. Para dar vida.

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