El sábado pasado, mientras caían las últimas gotas de lo que había sido una lluvia pertinaz que dejó en casa a mucha gente, me pareció ver, a través de la ventana del comedor, a Sara montada en un hipogrifo. A Sara. Volando. En la calle. Sí.
La cuestión es que yo también tuve que mirar dos veces, y en el segundo intento, dejé de verla volar. Más bien dejé de verla. No estaba allí. Incluso salí al balcón para ver si la encontraba en el cielo, pero lo único que encontré fue un suelo encharcado bajo mis pies y un frío que calaba los huesos. Ya no estaba allí, pero estaba completamente seguro de haberla visto. Y es más, ella me había mirado fijamente, sentada en aquella montura mística y emplumada. Acto seguido, y para mi frustración, había desaparecido.