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viernes, 30 de julio de 2021

Minirelato: Porque las mejores palabras del amor están entre dos gentes que no se dicen nada

El olor a tierra mojada y césped recién cortado invadía todo. Por lo menos todo cuanto le alcanzaba la vista. Desde la valla de dos metros de altura que tenía a su izquierda hasta la balaustrada que se encontraba a su derecha. Frente a él, el veterano seto recién podado y el innegable y satisfactorio resultado de una mañana de duro trabajo.

—¿En qué piensas, Oliver?

—Hola, mamá —dijo, haciendo una pausa—. En nada… miraba el jardín.

—Te ha quedado muy bien. Se nota que ya tienes práctica. Vamos a tener que contratarte en serio para que hagas las funciones de Santiago más allá de esta semana.

—¡Lo que me faltaba! —exclamó, entre aspavientos— Ya solo me queda mañana, y lo gordo ya está hecho.

—¿O no estás orgulloso de tu trabajo? —dijo su madre, sonriendo mientras parecía abarcar con sus brazos cada rincón del vergel.

—Sí, pero esto lleva su curro eh…

—Y tanto, hijo. Tanto como cualquier cosa que quieres que salga bien en la vida.

Su madre se sentó junto a él en los escalones que daban acceso a la casa. Le traía una bandeja con un vaso de limonada y un par de rebanadas de pan con tomate y aceite.

—Toma, anda. Ya está bien de trabajar. ¿Me dices ahora en qué pensabas?

Oliver cogió la bandeja, sonriente y cabizbajo.

—Gracias, mamá.

Sorbió un buen trago de limonada y, aún mirando a la bandeja, espetó:

—No ha colado, ¿no?

—Pues no, hijo. Que te he parido. Que sé lo que me quieres decir antes de que pienses en hacerlo. Vamos, cuéntame.

—¿Recuerdas al chico que conocí en la boda de Susana? —preguntó Oliver, haciendo equilibrios con una de las rebanadas para no mancharse los dedos de aceite.

—Mmmm… ¿Aníbal? —se preguntó su madre, entornando los ojos y haciendo memoria.

—¿Aníbal? ¡Jajajaja! —gritó Oliver, divertido— ¡Se llamaba Alan, mamá!

Y se le llenó el meñique de aceite.

—¡Aaahhh! ¡Alan! Sí, sí, perdona hijo, perdona. Tampoco es que me haya equivocado de mucho.

La estampa era muy enternecedora. Madre e hijo sentados en la escalera del jardín. Ella: limpia, con vaqueros y camisa. Él: sudado y sucio, con ropa de batalla y chupándose el meñique para tratar de evitar que el aceite le llegue a la muñeca. Ambos riendo. Ambos cómplices.

—Pero qué haces… ¡No seas cochino y límpiate con la servilleta! Y bueno, ¿qué pasa con el tal Alan? —preguntó su madre, inquieta.

—Bueno, ya sabes que Susana se casó en octubre…

—Ajá… —musitó, sonriente.

—Y sabes que, bueno, yo voy y vengo… Y conozco a mucha gente…

—Sí, hasta ahí llego…

—Pues comenzamos a vernos, mamá.

—Ya, si eso me lo imagino. Pero eso no es todo. Sigue —exigió su madre, con determinación.

Oliver miró sonriente a su madre, admirándola. Con su aspecto jovial, divertido y despreocupado, aquella mujer echaba por tierra los argumentos de cualquiera de aquellos padres y madres que habían pasado el duro trago, la maldita experiencia, el deplorable camino, el cruento castigo… de que a su hijo le gustasen los chicos. Todos aquellos que pensaban que tal desdicha o deshonra atormentaría sus vidas no sabían absolutamente nada de la vida. Aquella mujer tenía tanto amor dentro que podría repartirlo a cada ser vivo del planeta en sacas de quinientos quilos y aún tendría una cueva repleta de toneladas de amor por repartir. El hecho de que su hijo fuera gay no hizo más que brotar más amor por él desde aquella pequeña cueva que era su corazón.

—Lo hemos dejado —dijo Oliver sonriente, pero con los ojos vidriosos—. Hace tres días.

—Amor… —y le cogió la cara con las dos manos.

Era imposible mirar a una persona más adentro. Esos cuatro ojos se toparon en un choque frontal y, como inmediata respuesta, lucieron dos sonrisas.

—¿Cómo estás tú? —preguntó la madre.

—Bueno… —rio, cruelmente— No puedo dejar de pensar en él.

—¿Y qué es lo que ha pasado?

—Que se va, mamá —dijo, volviendo a la tostada—. Se va a trabajar a Australia a la empresa de un familiar y tiene muy claro que tiene que centrarse en su trabajo y en seguir estudiando allí. Además —continuó, después de un gimoteo—, me ha dicho que tampoco es que esté muy seguro de lo nuestro.

—Vaya. Cuánto lo siento, mi amor…

La madre comenzó a atusarle el pelo y a quitarle pequeñas briznas de seto de la cabeza.

—Y hemos tenido piques e historias. Me gusta, es un chico muy parecido a mí y lo hemos pasado muy bien… —sorbo de limonada— Y no llevábamos tanto tiempo, solo han sido tres meses. Quizás es que no me lo esperaba… A ver, yo no creo que esté enamorado, pero llevo unos días pensando en todo lo que hemos vivido en tan poquito tiempo…

—Mi niño… —susurró su madre.

—Y ahora ya no me duele tanto, porque entiendo que mira por su futuro y tal… Y además veo que para él esto no estaba significando lo mismo que para mí —sorbo de limonada—. Y no creas, no ha sido un Ya no me gustas y conformarme. Hemos estado hablando unos días y las cosas han quedado claras, pero en este lado de la balanza —Oliver simulaba una balanza con las manos y bajaba con señas exageradas la mano que sujetaba la tostada— han quedado más cositas que en el otro lado…

La madre besó la cabeza de su hijo mientras le acariciaba el cuello con una mano y le frotaba la espalda con la otra.

—Si estoy bien, mamá, tranquila —dijo, pegándole un bocado más a la tostada.

—Qué bonito eres, Oliver.

—Qué va, mamá. Solo espero curarme de él. Es muy pronto todavía.

—Sí lo es, sí… —le dijo, pensativa— Pero mira, me acabas de recordar un poema de Sabines.

—Ah, ¿también tienes un poema para esto? —preguntó Oliver, que entre risas se frotaba los ojos con el dorso de una mano.

—Escucha, tonto. Se llama Espero curarme de ti:

Espero curarme de ti en unos días. Debo dejar de fumarte, de beberte, de pensarte. Es posible. Siguiendo las prescripciones de la moral en turno. Me receto tiempo, abstinencia, soledad.

Oliver dejó la tostada en el plato, se sacudió las manos y apartó la bandeja a un lado para escuchar a su madre con toda su atención. Su madre prosiguió:

¿Te parece bien que te quiera nada más una semana? No es mucho, ni es poco, es bastante. En una semana se puede reunir todas las palabras de amor que se han pronunciado sobre la tierra y se les puede prender fuego. Te voy a calentar con esa hoguera del amor quemado. Y también el silencio. Porque las mejores palabras del amor están entre dos gentes que no se dicen nada.

Hay que quemar también ese otro lenguaje lateral y subversivo del que ama. (Tú sabes cómo te digo que te quiero cuando digo: «qué calor hace», «dame agua», «¿sabes manejar?», «se hizo de noche»… Entre las gentes, a un lado de tus gentes y las mías, te he dicho «ya es tarde», y tú sabías que decía «te quiero»).

Una semana más para reunir todo el amor del tiempo. Para dártelo. Para que hagas con él lo que quieras: guardarlo, acariciarlo, tirarlo a la basura. No sirve, es cierto. Sólo quiero una semana para entender las cosas. Porque esto es muy parecido a estar saliendo de un manicomio para entrar a un panteón.

—Pues sí que dejaron para el arrastre a ese pobre hombre —dijo Oliver, mirando a su endiosada madre con la cabeza apoyada sobre una mano, empujándole una mejilla hacia arriba y deformándole la cara.

—Ya ves, ¿eh? Hay amores que matan… Y los hay que solo parece que matan.

—¿Qué quieres decir?

—Que eres muy joven, hijo, y que con Alan habrás pasado muy buenos momentos, no lo dudo. Es normal que duela un poco, pero seguro que alguien más especial que él te está esperando y esta experiencia te habrá enseñado cosas buenas. Seguro.

—No sé, a mí me parecía que por fin había dado con alguien bueno y que me entendía cien por cien.

—Y él también dio con alguien maravilloso, ¿no te parece? —y hundió su dedo índice en la mejilla deformada de su hijo— Pero la vida a veces nos lleva por caminos que no siempre son amables. De repente nos topamos con una rama y plof, nos caemos de morros. Y ahora tienes que levantarte, sacudirte el polvo y continuar el camino mirando al frente.

—¿Sigue vivo? —preguntó Oliver.

—¿Alan? Espero que sí, ¿no? —contestó, apresurada y divertida.

—¡Mamá! —gritó Oliver, entre carcajadas— ¡El señor que escribió el poema!

—¡Aaahhh! ¡Vale, vale! —le guiñó un ojo— pues no. Jaime Sabines murió antes de que tú nacieras —Oliver arrugó el morro en un gesto de lástima—. Pero tengo algunos de sus libros en casa, ¿te ha gustado el poema?

—Bueno, yo soy más de novelas, pero ha estado bien.

—Lo sé, así que, ¿sabes qué? —dijo ella, golpeándose en las piernas con las palmas de las manos a la vez que se ponía en pie— Te vas a duchar, te vas a poner guapo y nos vamos a ir a comer al Claxon.

—¿Sí? —bramó el hijo, sorprendido, levantándose de un salto— ¡Vamos! ¡Planazo!

—Y luego nos acercamos a la librería a echar un ojo —le sugirió al amor de su vida, cómplice—, ¿te parece?

—Me parece, mamá —contestó el hijo más orgulloso del mundo de su madre—. Eres la mejor.

—Anda, corre para la ducha —le contestó, guiñándole de nuevo un ojo.

Y viendo como Oliver daba el primer paso para levantar el ánimo, aquella madre, la más orgullosa del mundo de su hijo, ensanchó un poquito más aquel corazón lleno de amor.

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