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lunes, 23 de agosto de 2021

Minirelato: No caía ni una gota, pero estaba empapado por dentro

El día, para Néstor, ya había comenzado mal. Esa mañana se quedó dormido tras apagar la alarma, pisó una mierda al salir corriendo hacia el instituto y aún así llegó tarde a la primera clase, por lo que se quedó en el patio el resto de la primera hora. Aprovechó para repasar para el examen de Física de la segunda hora (no hay mal que por bien no venga…). Sin éxito. Dolores se sacó de la manga un examen tipo test que destrozó las aspiraciones de Néstor. ¿Qué más podía salir mal? Todo. Todo lo demás.

El primer puñetazo, en la boca del estómago, dejó a Néstor sin respiración.

—Te he dicho que me des lo que llevas —dijo el de la chaqueta negra.

Eran las tres. La hora de volver a casa con un saco de malas noticias. Néstor siempre volvía a casa invirtiendo el camino que solía hacer a primera hora, pero de vez en cuando le gustaba bajar al torrente que rodeaba el distrito y pasear por los callejones repletos de grafitis, botellas de vidrio, viejos asientos de coche y algún que otro neumático convertido en puf. Un trayecto artístico-barriobajero que suscitaba tantas fascinaciones como desagrados.

—Tú, ¿no me escuchas o qué? —preguntó de nuevo.

De camino a casa se había entretenido en mirar los nuevos takeos plasmados desde la última vez que pasó por allí. Vio también una pintura enorme de un alien bajando de su nave, un mural gigantesco que emulaba un pelotón de fusilamiento compuesto por gente anónima que apuntaba con sus escopetas al plantel político actual y vio también otras escenas dignas de Kreuzberg, con colores vivos y llamativas pinturas.

—Seguro que está sordo —dijo esta vez el de la capucha—, métele una patada en la oreja a ver si se entera de algo.

Recobró el aliento. Mala idea la de quedarse mirando aquellos dos indeseables intentando robar un scooter.

—Cabrones… —acertó a decir Néstor en cuanto pudo aspirar un algo de aire.

—¡Mira, Porto! —exclamó el de la capucha— ¡El niñato habla!

Porto. El de la chaqueta negra se llamaba Porto. Fue ese el instante en que escuchó su nombre por primera vez. A partir de ese momento jamás podría olvidarse de ese nombre.

—Mira chaval —dijo esta vez Porto—, ya me estás dando lo que llevas en la mochila o vas a cagar dientes una semana.

—Pero tío, ¿de qué vais? —preguntó Néstor, apretándose el abdomen.

Las alimañas explotaron en carcajadas. Alternaban la risa con la burla, imitando a Néstor preguntar por lo que hacían a la vez que gimoteaban con sorna.

—¿Le reviento ya, Porto? ¿Le meto una ostia? —preguntó el de la capucha, excitado.

—¡Cállate, coño! —gritó Porto, dejando una pausa ante su próxima frase— Tú, niñato, que sepas que esa moto es nuestra, ¿eh? No te vayas a pensar que estábamos chorándola o algo así.

—¡Eso, eso! ¡Es de los dos! —gritó el de la capucha, riéndose como una hiena.

—Que somos dos chavales de provecho —continuó el cabecilla, gesticulando con gestos teatrales—. Estábamos aquí, tranquilamente, y llegas tú y te metes por medio en asuntos que ni te van, ni te vienen…

—Yo no he hecho nada —susurró Néstor, incorporándose—, ya me iba para mi casa.

En efecto. En cuanto Néstor vio que desmontaban nerviosos la tapa que daba acceso al cableado del scooter giró sobre sí mismo y puso la directa hacia su casa, cosa que aquellas dos sabandijas no iban a permitir. Le siguieron corriendo, le alcanzaron y trataron de robarle la mochila. Como no pudieron quitársela, le propinaron un brutal gancho de derechas.

—Te lo juro, chaval, te voy a romper la tocha si no me das la mochila —le advirtió Porto.

—¡Que me dejéis en paz!

Lo siguiente no sería capaz de contarlo, pues sucedió tan deprisa que no sabría ordenar cada cosa que pudo pasar o que pasó. Lo único que notó es que cayó al suelo golpeándose la nuca. Porto le había roto el tabique de un puñetazo y dejó sobre el puente de la nariz de Néstor la marca del sello que llevaba en el dedo corazón en forma de un profundo corte. Néstor cayó inconsciente al cemento, le quitaron la mochila y volvieron a por el scooter.

—Bua, chaval —dijo el de la capucha—, vaya ostión, ¿eh? Pillamos la motillo y nos vamos. Voy a ver si el notas tiene tela. ¡Ojalá tenga un iPhone!

Dos minutos después despertó con el sonido de la sirena de una ambulancia que casualmente pasaba cerca de allí. Abrió los ojos y solo alcanzaba a ver un celeste puro manchado de nubes. Incómodo y dolorido, comenzó a mirar en todas direcciones y a palpar el suelo en el que descansaba. Polvo, tierra y grava. Sucio y aturdido, levantó la vista y vio como aquellos dos persistían en el robo del ciclomotor. Se llevó la mano a la nariz, pues notaba una tremenda inflamación y un amargo y pastoso regusto a sangre entre los dientes. Le aterraba lo que le pudieran haber hecho. Escupió a un lado, arrojando el líquido escarlata.

De la nariz no caía ni una gota, pero estaba empapado por dentro. Tenía el tabique destrozado y el mejunje formado entre los mocos, el cartílago y la sangre taponaban una profusa hemorragia. Se miraba la mano y no comprendía cómo no se le manchaban los dedos de sangre.

—La Nerea va a flipar, ¿eh? —preguntó el de la capucha, fuera de control— Un iPhonaco, una motillo, cincuenta euros… ¡Con esto pillamos un ciego! Y luego hay que ir a ver al Rober pa que la maquee un poco.

Se levantó, recobrando el equilibrio. Aprovechando que le daban la espalda, Néstor barrió con la mirada lo que tenía a su alcance y acertó a ver medio ladrillo a un par de metros de distancia.

—Que te calles de una vez, joder —dijo Porto—. Esto ya casi está. Hay que pillarse un par de cascos, que los malos están por todos lados. Luego ya vemos qué le decimos al Rober.

Eligió muy bien sobre qué superficie dar cada paso. De correr hacia ellos probablemente llamaría su atención, así que era preferible ser cauto y alcanzarles con sigilo. Agarró el medio ladrillo metiendo índice y corazón por los agujeros.

—Flipa, chaval —dijo el de la capucha—, un iPhone once tiene el notas este. ¡¡Puto niñato!!

Y así como gritaba y se giraba al mismo tiempo para ver al supuesto inconsciente, el chaval de la capucha vio como Néstor le destrozaba la cara con medio ladrillo. El brutal impacto del tocho sobre el rostro le rompió los dos pómulos, el tabique nasal, las dos líneas de incisivos y lo dejó prácticamente ciego, por no hablar del resto de daños colaterales a causa de la fragmentación. Soltó el iPhone, la mochila y las posibilidades de huir. Porto no esperó ni un segundo; en el mismo momento en que su socio caía al suelo, éste consiguió arrancar la moto y salir huyendo despavorido. Cuando había avanzado lo suficiente, paró y se giró a mirar a Néstor, que le contemplaba desde el mismo punto donde estaba hace un momento.

—¡Eres un hijo de puta! —exclamó Porto, tan inmensamente rabioso como miserablemente cobarde— ¡Voy a matarte, cabrón!

A esta declama, Néstor no hizo otra cosa que mirar al suelo. Encontró cerca de su mochila otro ladrillo. Esta vez entero. Se agachó, lo atrapó con tres dedos y le dijo:

—El siguiente eres, tú, Porto —escupió una plasta sanguinolenta—. Ven a ayudar a tu amigo. Está en problemas.

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