El día, para Néstor, ya había comenzado mal. Esa mañana se quedó dormido tras apagar la alarma, pisó una mierda al salir corriendo hacia el instituto y aún así llegó tarde a la primera clase, por lo que se quedó en el patio el resto de la primera hora. Aprovechó para repasar para el examen de Física de la segunda hora (no hay mal que por bien no venga…). Sin éxito. Dolores se sacó de la manga un examen tipo test que destrozó las aspiraciones de Néstor. ¿Qué más podía salir mal? Todo. Todo lo demás.
El primer
puñetazo, en la boca del estómago, dejó a Néstor sin respiración.
—Te he dicho que
me des lo que llevas —dijo el de la chaqueta negra.
Eran las tres. La
hora de volver a casa con un saco de malas noticias. Néstor siempre volvía a
casa invirtiendo el camino que solía hacer a primera hora, pero de vez en
cuando le gustaba bajar al torrente que rodeaba el distrito y pasear por los
callejones repletos de grafitis, botellas de vidrio, viejos asientos de coche y
algún que otro neumático convertido en puf. Un trayecto artístico-barriobajero que
suscitaba tantas fascinaciones como desagrados.
—Tú, ¿no me escuchas o qué? —preguntó de nuevo.
De camino a casa
se había entretenido en mirar los nuevos takeos plasmados desde la
última vez que pasó por allí. Vio también una pintura enorme de un alien
bajando de su nave, un mural gigantesco que emulaba un pelotón de fusilamiento compuesto
por gente anónima que apuntaba con sus escopetas al plantel político actual y
vio también otras escenas dignas de Kreuzberg, con colores vivos y llamativas
pinturas.
—Seguro que está
sordo —dijo esta vez el de la capucha—, métele una patada en la oreja a ver si
se entera de algo.
Recobró el
aliento. Mala idea la de quedarse mirando aquellos dos indeseables intentando robar
un scooter.
—Cabrones… —acertó
a decir Néstor en cuanto pudo aspirar un algo de aire.
—¡Mira, Porto! —exclamó
el de la capucha— ¡El niñato habla!
Porto. El de la chaqueta
negra se llamaba Porto. Fue ese el instante en que escuchó su nombre por
primera vez. A partir de ese momento jamás podría olvidarse de ese nombre.
—Mira chaval —dijo
esta vez Porto—, ya me estás dando lo que llevas en la mochila o vas a cagar
dientes una semana.
—Pero tío, ¿de
qué vais? —preguntó Néstor, apretándose el abdomen.
Las alimañas explotaron
en carcajadas. Alternaban la risa con la burla, imitando a Néstor preguntar por
lo que hacían a la vez que gimoteaban con sorna.
—¿Le reviento ya,
Porto? ¿Le meto una ostia? —preguntó el de la capucha, excitado.
—¡Cállate, coño!
—gritó Porto, dejando una pausa ante su próxima frase— Tú, niñato, que sepas
que esa moto es nuestra, ¿eh? No te vayas a pensar que estábamos chorándola
o algo así.
—¡Eso, eso! ¡Es
de los dos! —gritó el de la capucha, riéndose como una hiena.
—Que somos dos
chavales de provecho —continuó el cabecilla, gesticulando con gestos teatrales—.
Estábamos aquí, tranquilamente, y llegas tú y te metes por medio en asuntos que
ni te van, ni te vienen…
—Yo no he hecho
nada —susurró Néstor, incorporándose—, ya me iba para mi casa.
En efecto. En
cuanto Néstor vio que desmontaban nerviosos la tapa que daba acceso al cableado
del scooter giró sobre sí mismo y puso la directa hacia su casa, cosa que
aquellas dos sabandijas no iban a permitir. Le siguieron corriendo, le
alcanzaron y trataron de robarle la mochila. Como no pudieron quitársela, le
propinaron un brutal gancho de derechas.
—Te lo juro,
chaval, te voy a romper la tocha si no me das la mochila —le advirtió Porto.
—¡Que me dejéis
en paz!
Lo siguiente no sería
capaz de contarlo, pues sucedió tan deprisa que no sabría ordenar cada cosa que
pudo pasar o que pasó. Lo único que notó es que cayó al suelo golpeándose la
nuca. Porto le había roto el tabique de un puñetazo y dejó sobre el puente de
la nariz de Néstor la marca del sello que llevaba en el dedo corazón en forma
de un profundo corte. Néstor cayó inconsciente al cemento, le quitaron la
mochila y volvieron a por el scooter.
—Bua, chaval —dijo
el de la capucha—, vaya ostión, ¿eh? Pillamos la motillo y nos vamos.
Voy a ver si el notas tiene tela. ¡Ojalá tenga un iPhone!
Dos minutos
después despertó con el sonido de la sirena de una ambulancia que casualmente
pasaba cerca de allí. Abrió los ojos y solo alcanzaba a ver un celeste puro
manchado de nubes. Incómodo y dolorido, comenzó a mirar en todas direcciones y
a palpar el suelo en el que descansaba. Polvo, tierra y grava. Sucio y
aturdido, levantó la vista y vio como aquellos dos persistían en el robo del
ciclomotor. Se llevó la mano a la nariz, pues notaba una tremenda inflamación y
un amargo y pastoso regusto a sangre entre los dientes. Le aterraba lo que le
pudieran haber hecho. Escupió a un lado, arrojando el líquido escarlata.
De la nariz no
caía ni una gota, pero estaba empapado por dentro. Tenía el tabique destrozado
y el mejunje formado entre los mocos, el cartílago y la sangre taponaban una
profusa hemorragia. Se miraba la mano y no comprendía cómo no se le manchaban
los dedos de sangre.
—La Nerea va a
flipar, ¿eh? —preguntó el de la capucha, fuera de control— Un iPhonaco,
una motillo, cincuenta euros… ¡Con esto pillamos un ciego! Y luego hay
que ir a ver al Rober pa que la maquee un poco.
Se levantó,
recobrando el equilibrio. Aprovechando que le daban la espalda, Néstor barrió
con la mirada lo que tenía a su alcance y acertó a ver medio ladrillo a un par
de metros de distancia.
—Que te calles
de una vez, joder —dijo Porto—. Esto ya casi está. Hay que pillarse un par de
cascos, que los malos están por todos lados. Luego ya vemos qué le decimos al
Rober.
Eligió muy bien
sobre qué superficie dar cada paso. De correr hacia ellos probablemente llamaría
su atención, así que era preferible ser cauto y alcanzarles con sigilo. Agarró
el medio ladrillo metiendo índice y corazón por los agujeros.
—Flipa, chaval —dijo
el de la capucha—, un iPhone once tiene el notas este. ¡¡Puto niñato!!
Y así como gritaba
y se giraba al mismo tiempo para ver al supuesto inconsciente, el chaval de la
capucha vio como Néstor le destrozaba la cara con medio ladrillo. El brutal
impacto del tocho sobre el rostro le rompió los dos pómulos, el tabique nasal,
las dos líneas de incisivos y lo dejó prácticamente ciego, por no hablar del
resto de daños colaterales a causa de la fragmentación. Soltó el iPhone, la
mochila y las posibilidades de huir. Porto no esperó ni un segundo; en el mismo
momento en que su socio caía al suelo, éste consiguió arrancar la moto y salir huyendo
despavorido. Cuando había avanzado lo suficiente, paró y se giró a mirar a
Néstor, que le contemplaba desde el mismo punto donde estaba hace un momento.
—¡Eres un hijo
de puta! —exclamó Porto, tan inmensamente rabioso como miserablemente cobarde—
¡Voy a matarte, cabrón!
A esta declama,
Néstor no hizo otra cosa que mirar al suelo. Encontró cerca de su mochila otro
ladrillo. Esta vez entero. Se agachó, lo atrapó con tres dedos y le dijo:
—El siguiente
eres, tú, Porto —escupió una plasta sanguinolenta—. Ven a ayudar a tu amigo.
Está en problemas.
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