Alicia no podía dejar de mirarle. Apretaba sus manos. Movía con sus brazos los de él. Le soplaba, le hablaba. Atusaba su pelo y arrugaba sus carrillos. Buscaba en él algún vestigio de vida o energía que le permitieran abrir los ojos una vez más. Por su naturaleza, ella no derramó una sola lágrima, pero le hubiera encantado tener ese punto de humanidad, aunque únicamente fuera por homenajear a su compañero.
Weiss descansaba con el semblante en paz. No mostraba una sola seña de dolor. De angustia. De agonía. De pesar. Su cuerpo, ya inerte, yacía sobre el centro de un cráter del tamaño de Utah. La detonación de aquella bomba hizo que la temperatura ascendiera inmediatamente tres millones de grados. La presión bajo la explosión fue de ochocientos mil megatones por metro cuadrado, más de cincuenta mil veces la que había en el neumático de un automóvil cualquiera. La explosión pudo ser vista desde cualquiera de los astros del sistema solar y la onda de choque fue tan potente como para destrozar de inmediato cualquier signo de vida a más de diez mil kilómetros de distancia de la explosión. Con esas cifras y teniendo en cuenta el diámetro de la Tierra, aquel día fue el último de nuestro planeta. Sin embargo, Weiss casi mostraba un esbozo de sonrisa. Aún muerto, cuatro mil años después seguía siendo el mismo.
Habían vivido
tanto… Habían hecho tanto. En esos momentos, su mera existencia en aquel lugar
se había vuelto casi absurda. Tantos años luchando codo a codo, tantas… ¿cientos,
miles? demasiadas… batallas a su lado. Innumerables noches de vigilia en aquel
planeta que en una o en otra cara del hemisferio mostraba caras tan distintas… Habían
sido guías y profetas. Habían conocido a los seres más poderosos del mundo.
Habían coincidido en lugar y tiempo con los acontecimientos más relevantes de
la historia de la humanidad. Habían luchado junto a héroes mortales; los
conocieron y poco después tuvieron que despedirse de ellos. Otros llegaron
después y cometieron los mismos errores, claro... Vieron como la humanidad era
capaz de prosperar siete días y luego mandar al traste todo en uno solo. Siempre
se trataba de preservar el orden.
Y de ocultar
durante todo el tiempo que fuera posible la existencia del mal más aterrador. De
la atrocidad convertida en una monstruosa criatura. Desde el comienzo de los
tiempos, desde la misma creación del universo, desde el mismo instante en que
se formó el planeta Tierra junto al resto de cuerpos celestes, el núcleo de
nuestro globo albergaba un ser para el que nadie había creado un nombre. Su
cuerpo, compuesto de pantagruélicas lenguas de fuego, deambulaba en lo más
profundo de nuestro mundo pasando totalmente desapercibido para nosotros.
¿Cambio climático? Sí, también, pero ese descomunal engendro se estaba
liberando de su prisión y no lo sabíamos.
Absorta y casi
hipnotizada con el cuerpo de su compañero, Alicia intentaba llegar a momentos y
lugares de su memoria que ningún otro ser podría. Crecieron allí mismo, en el
planeta azul, y aunque sabía que este momento podía llegar, jamás pensó en si
estaría preparada para vivirlo en primera persona y ver como el martillo del
juicio final sentenciaba para siempre la vida de toda la humanidad. Ahora
tocaba despedirse de todo lo que había sido y conocido en aquel lugar. De todo
lo que había defendido. De todo lo que había considerado tan suyo como la mera
existencia. Volver a Titán, informar de la deflagración del núcleo terrestre y
de cómo Weiss había intentado detener al ser del inframundo sin éxito.
Tierra había
colapsado.
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