Apenas salió del recinto, Dorian comenzó a tomar conciencia de la repercusión de su victoria. Todos los que le rodeaban, desconocidos para él, jadeaban su nombre. Boris, que se encargaba de recoger el dinero de las apuestas, le entregó el montante de veintisiete euros al francés y le estrechó la mano. La Corrala, como llamaban a aquel lugar, ya se preparaba para otro combate.
—Buena pelea,
chaval —dijo el ruso—, esto es tuyo. Yo me quedo con mi parte.
—Gracias
—contestó el chico, recogiendo el dinero con una sola mano—. Mañana otro.
Apúntame.
—¡Claro, ya te
había apuntado! ¡Dorian el gabacho!
El chaval sonrió con esfuerzo y se llevó al tabique la mano con la que agarraba el dinero. Presionó fuerte con los dedos para detener la hemorragia. Las magulladuras y los cortes empezaban ya a escocer. Con la otra mano se presionaba el abdomen allí donde todos tenemos el apéndice. Allí donde el yanki del Cabañal le había asestado una puñalada. A pesar de no ser demasiado profunda, esta rezumaba un riachuelo escarlata que se perdía por dentro del pantalón vaquero. El americano quedó peor, por descontado. Tras haberle sacudido cuatro veces la base del cráneo contra una columna de hormigón, este quedó inerte como un muñeco de trapo que descansaba sobre un jugo de moras.
La Corrala era
aquel lugar al que solo se acude cuando se han agotado todas las opciones. Las
buenas, las malas y las peores. Cuando no queda otra alternativa que usar lo
que se tiene a mano para salir victorioso de una batalla por la supervivencia. Solo
entonces, aquellos que no tenían nada que perder iban a La Corrala. Una parcela
abandonada a las afueras del barrio más pobre de Atananca. El último recurso
para la remontada; enfrentarse a muerte contra otro desesperado ser humano que
no tenga nada que perder para optar a ganar algo de dinero con las apuestas de aquellos
que miran. Peleas clandestinas nocturnas e ilegales. Apuestas ridículas que suponen
un mundo para otros. Ganancias irrisorias que se convierten en tesoros.
Drogadictos, indigentes y buscavidas se jugaban a una carta la poca vida que
les quedaba.
Dorian siguió
caminando entre vítores y sonrisas, pero también tuvo que hacerlo soportando miradas
de miedo y asco a un lado y al otro del camino. Miradas de prudencia. Miradas de
advertencia. Miradas de amenaza. Ahora que salía al descampado y se le veía solo,
herido y con dinero, era un blanco fácil para los cobardes que esperaban fuera
de la finca.
—Cubre tu
pellejo… —escuchó a su derecha.
Dorian se
detuvo. El susurro provenía de un tipo desaliñado sentado a un lado del camino.
Un enorme ermitaño de los que aparecen en los cuentos infantiles. Estaba
cubriéndose con un harapo un escandaloso corte que tenía en una de sus muñecas.
—Sí, tú
—prosiguió—, cubre tu pellejo si quieres llegar a viejo. El euro está muy caro
y si vienes hasta aquí para ganar unas perras más te vale andarte con cuidado.
Joder, si eres un crío…
Dorian no sabía
qué decir. Aún estaba confundido por ver a aquel gigante capaz de matarle de un
puñetazo lamiéndose las heridas en el descampado.
—¿Tú has luchado
también? —preguntó el chico.
—Antes que tú
—respondió Ramiro, que así se llamaba.
—¿Estás…?
—Estoy bien.
Estoy mejor que tú. Yo iría a que El Marqués me mirase eso —dijo señalando con
una mueca el navajazo que Dorian tenía en el costado.
—Estoy bien.
Estoy bien. Solo un poco de dolor al caminar.
—Te la han
clavado, gabacho —dijo Ramiro, clavando sus ojos en los del chico y aseverando
que este necesitaba que le viera un médico—, y estás en la mierda. Ves a ver al
Marqués si no quieres diñarla esta noche.
—Tú también
estás herido —dijo, señalando un reguero de sangre que descendía por la pierna
izquierda del gigante.
El coloso
barbudo se miró las piernas y se sorprendió al ver un pequeño charquito carmesí
bajo sus botas. Volvió a mirar a Dorian con gesto serio.
—Esta sangre no
es mía, pipiolo. Es de alguno de los tres que he tenido que reventar hace un rato.
Pobres diablos. Uno de ellos me ha hecho este tajo —levantó su brazo derecho y
le mostró la camiseta empapada en sangre—. Lo he tenido que degollar con un
trozo de espejo. A su hermano lo he agarrado del cinturón de mierda que llevaba
y, tal y como lo he levantado del suelo, lo he estampado contra la hormigonera
de la obra. Se ha roto el cuello, creo, porque se ha quedado lelo.
Dorian estaba
petrificado. Había tenido que luchar a muerte hacía un momento contra un
buscavidas como él, pero su combate había sido más proporcionado. Esa bestia,
sin embargo, se había enfrentado a tres criaturas y ninguna de ellas había
sobrevivido.
—¿Y el tercero?
—preguntó el francés, inquieto.
—El tercero era
el más fuerte de todos —contestó Ramiro, apretando los dientes mientras se
miraba el dorso de la mano herida—. A ese me lo dejé para el final.
—¿Qué pasó?
—Después de pincharme
con una chaira aquí —mostró un pequeño corte en las costillas— lo tiré al suelo
y me puse a gritarle que viniera si tenía huevos. Que viniera, que le estaba
esperando. Cogió un hierro y se vino a por mí. Entonces agarré medio bloque de
hormigón de esos que hay por ahí desperdigados. En cuanto vino se lo hundí en
la cara con todas mis fuerzas. Se cayó al suelo de nuevo, así que se lo estampé
cinco o seis veces más en la cabeza. Cuando dejó de moverse paré. Creo. Igual
ya llevaba tiempo sin moverse.
El francés tragó
saliva.
—Lo gracioso —prosiguió—
es que la gente había apostado por ellos.
—Me llamo
Dorian.
—Yo soy Ramiro
—dijo mientras se levantaba con dificultades—. Anda, vamos a ver al Marqués,
que este corte no cierra y se está haciendo de noche.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.