Lo primero en que se fijó al verla por primera vez fue en sus ojos. Unos increíbles y enormes ojos azules aguamarina que le devolvían la mirada con curiosidad.
—Hola, mi niña… —No
pudo decir nada más.
Lo segundo en
que reparó fue en su ondulado, rizado y alborotado pelo castaño, repleto de
tirabuzones de distintas tonalidades de marrón que invitaban a marearse
siguiendo sus trazados.
—Hola abuelo —alcanzó a decir la niña, sonriendo.
Murmuró algo,
pero nadie pudo entenderlo.
Lo tercero que lo
encandiló fue su sonrisa mellada, enorme y auténtica como solo puede ser la de
una niña traviesa, pizpireta e inequívocamente feliz. Sus hoyuelos, sus
nerviosas manos, su risa, sincronizada con el movimiento de sus labios, su
vestido, sus pendientes… Cada parada en cualquiera de los detalles de su nieta
le sabía a poco porque era consciente de que el tiempo jugaba en su contra.
Vio a sus hijos.
Se detuvo en Mónica, a quien no veía desde la adolescencia. No se podía decir
que no era ella, aunque la vida, indiscutiblemente, deja marcas en el rostro contra
las que nada ni nadie puede luchar. Vio a su lado a Luis, su hijo mayor. Le
sorprendió verle sin pelo, aunque sabía de sobras que hacía tiempo que se había
quedado calvo. Se les veía bien. Felices. Contentos de estar allí en ese
momento, acompañándole. Junto a ellos estaban también su hermana María, a la
que recordaba exactamente igual, y sus sobrinos, a los que tampoco había visto
nunca. Todos con caras iluminadas. Todos con fantasía en las miradas.
Comenzó a
reproducirse un leve pitido e inmediatamente alguien al otro lado de la
habitación susurró algo en un idioma extraño.
—Comentan que queda
muy poquita batería, señor Isaías.
Se giró hacia la
mujer que le hablaba, a su izquierda.
—Un momento, un
momento —les rogó, levantando el dedo índice.
—Os quiero mucho
—dijo Isaías, volviéndose hacia su familia y atragantándose con las palabras—.
Os quiero mucho a todos.
—Te queremos,
papá —dijeron al unísono sus hijos.
—Te quiero
abuelo —dijo la niña en voz bajita.
De repente, la
oscuridad invadió toda la habitación. Al ver el gesto de Isaías, tocándose las
gafas, todos supieron que la vida para el abuelo había vuelto a la triste
normalidad. De nuevo una voz susurró algo inteligible a su izquierda.
—Ya está —dijo
para sí—, ¿verdad?
—Lo siento,
señor Fuentes —terció de nuevo la señora—, dicen que el prototipo cuenta con
una batería muy escasa.
—Está bien, tranquila
—susurró él—, está bien. Ha sido algo tremendo. Tremendo.
Se giró hacia
las personas vestidas con bata blanca y que había reconocido, segundos atrás, a
la izquierda de su cama. Les sonrió a la vez que se dejaba ayudar a quitarse las
gafas mientras cerraba los ojos de nuevo.
—Me han dado el
regalo más inesperado —les dijo, secándose las lágrimas—. El regalo más bonito que
jamás me han hecho. Este invento suyo es algo increíble. Muchas gracias. De
verdad.
Sonreía
emocionado. A pesar de encontrarse de nuevo sumido en la más inmensa negrura,
su voz era cálida y su sonrisa desprendía luz. Buscaba con sus huesudas manos
las de Vania y Marko, que le tendían las suyas también emocionados. Sonya, la
traductora, les hacía llegar las palabras del anciano mientras con un pañuelo se
enjugaba alguna lágrima furtiva. Ellos, a su vez, se sentían felices de poder ayudar
y de ver que su prototipo tenía posibilidades reales. Felices de ver que
después de tantísimas horas de cálculo, desarrollos, patentes, burocracias y
licencias su proyecto había tomado forma y su objetivo estaba un poco más cerca
de hacerse realidad.
A los pies de la
cama del anciano, la pequeña Ainhoa volvía a jugar con sus muñecas. Distraída con
los accesorios, las mascotas y los artilugios de cada una de ellas, ignoraba
que su abuelo había vivido hacía solo unos minutos el momento más conmovedor de
su vida. Un minuto y treinta y un segundos de luz, color y contrastes que todos
juntos dieron un vuelco a su memoria. Un torrente de imágenes en su cabeza. Un
tsunami de emociones en su corazón.
—Dicen que ellos
también están muy emocionados —comentó Sonya—, que para ellos ha sido un honor hacer
posible este momento y que estarán encantados de entregarle personalmente el
producto final en unos meses.
—Una maravilla —dijo
antes de besarse a la vez la punta de todos los dedos de una mano y luego abrirlos
como abre una flor sus pétalos—. Diles que ha sido una maravilla.
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