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martes, 30 de agosto de 2022

Una pequeña historia de amor verdadero: Subiendo al piso de arriba

Subiendo al piso de arriba

El piso de arriba tenía un lustre distinto a todo lo que se veía en las plantas inferiores. Nosotros no podemos hacerlo, pero, si pudiéramos, si cualquiera de nosotros pudiera subir aquellas escaleras que conducen a la entrada del piso superior, de inmediato nos daríamos cuenta del soberbio y radical cambio.

Si subiéramos esa escalera, veríamos que el material del que estaban construidos los escalones que pisamos iría cambiando de forma gradual. Conforme ascendiéramos, veríamos cómo el granito de la escalera se iba convirtiendo en azulejo. Cómo el hormigón se volvía cerámica. Poco a poco, notaríamos que el blanco pasamanos de metal iba invirtiendo su color y se transformaba en hierro forjado con elegantes formas. Veríamos mutar el anodino gotelé en una marquesina de azulejos sevillanos y zócalos con todo tipo de ribetes sobre una pared encalada. Para cuando quisiéramos darnos cuenta, veríamos como habían empezado a surgir de las paredes docenas de maceteros repletos de geranios, buganvillas y hierbabuena. Mucha hierbabuena. Pero aquello no había sido siempre así, claro que no…

El piso de arriba comenzó a cambiar poco después de que llegara él. Cuando lo hizo, el piso era una construcción urbanita más. De los noventa. Con ventanas, pero sin gracia. Con habitaciones, pero vacías del todo. Con un ascensor que ya no iba a utilizar más. Con un aroma extraño al que no estaba acostumbrado. Con un comedor demasiado grande para él solo. La soledad era lo peor. Echaba muchísimo de menos a los suyos. A su mujer, sus hijas y sus nietos. Se veía tan solo allí arriba… Claro, él jamás se puso a pensar en el momento de la mudanza, pero tuvo que conformarse. Intentó por todos los medios volver al piso de abajo, pero le fue absolutamente imposible bajar siquiera un solo escalón. Pasaron muchos días y muchas semanas hasta que sintió que debía hacer algo con su nueva vida. Fue solo cuestión de tiempo aceptar que ese era su sitio y debía amoldarse a él. O no.

La estancia tenía algunas herramientas desperdigadas por las habitaciones. Junto a cada una de ellas, una nota rezaba: «Espero que te sirva». Decidió que podía llevar a cabo algunas obras en aquel piso. Sorprendentemente, cuando quiso ponerse manos a la obra, se dio cuenta de que se sentía con fuerzas. Con un vigor inaudito. No sabía apenas nada sobre albañilería o construcción, pero tenía ilusión y tiempo de sobras. Se había dedicado toda la vida al campo, así que era un trabajador nato. Durante muchas tardes, y con la única compañía de un pequeño transistor en que escuchar las corridas de toros o los partidos de fútbol, se puso a trabajar. Comenzó por quitar el ascensor, pues ya no había más pisos a los que subir y hacia abajo no funcionaba. En su lugar excavó un pozo. Sorprendentemente, aunque sí le llevó un tiempo, no le costó mucho esfuerzo.

Un día, tras un tiempo viviendo solo en aquel ático, se hizo con un perro. Uno de esos mestizos viejos y malhumorados. Se ve que un buen día el animal ascendió por las escaleras que llevaban al patio y, aunque al principio el hombre se sobresaltó, tras un par de minutos comprendió lo que había sucedido. El animal había llegado allí asustado y confundido. El hombre, mirándole y sonriéndole, se sentó y lo llamó, agitando las manos. El perro dudó, pero, a base de esperar, poco a poco se le fue acercando. Acarició su suave pelaje gris y, por un momento, al hombre se le pasó por la cabeza la posibilidad de que alguien subiera las escaleras en búsqueda del animal. Se asustó mucho. Segundos después cayó en la cuenta de que nadie se presentaría para recuperarlo.

Pasaron los años y, estación tras estación, continuó trabajando en el ático. Seguía extrañando a su familia, aunque la compañía de un perro siempre hiciera mejores los días. Con el tiempo, conoció las reglas de aquel lugar y se dio cuenta de que no estaba tan solo. Había más gente en su misma situación con la que compartir buenos momentos y conversaciones, pero sobre todo grandes chistes. Se hizo popular en muy poco tiempo por su genial sentido del humor. Algunos de aquellos vecinos le ayudaron a tirar abajo algunos tabiques. Les dijo que iba a construir un patio desde el que mirar al cielo y tomar el sol. El hogar iba tomando forma.

Una tarde de enero el perro comenzó a ladrar de forma repentina. El hombre, que hasta ese momento estaba echándose una siesta al calor del brasero de la mesa camilla, se destapó extrañado y se incorporó. Cogió al perro en brazos y vio, a través de las cortinas del comedor, la silueta de alguien que subía las escaleras del patio. Agitándose, entornó los ojos para descubrir de quien se trataba.

El corazón empezó a retumbarle en el pecho. Era ella. La mujer que abandonó en el piso de abajo hacía unos años y de la que apenas pudo despedirse. La silueta menuda de la mujer se desplazó, dubitativa, por el patio. No tenía ni idea de dónde se encontraba. Aún estaba sorprendida por haber subido una escalera sin haber llegado exhausta al último peldaño. Allí estaba, y no lo sabía todavía. Él, sonriente, la observaba desde el quicio de la puerta. Ella, ajena a su marido, entendió que el patio era una obra inacabada. Demasiadas herramientas por en medio. Llegado el momento, el hombre dejó al perro en el suelo y este salió corriendo hacia la mujer.

El animal festejó su llegada ladrando y saltando. Ella, al verlo, quedó entre sorprendida y confundida. Reconoció en seguida al animal y se extrañó de verlo allí. En un primer momento no entendió qué hacía allí la que había sido la mascota de la familia. Sin embargo, cuando levantó la cabeza y vio frente a sí a su marido, mirándola, entendió perfectamente dónde se encontraba.

—Ay, Julio —dijo ella, liberando el nudo que apretaba su garganta.

Ambos recorrieron los pocos metros que los distanciaban con los ojos inundados de lágrimas y los corazones palpitando en sintonía. A mucha velocidad. Él con los brazos abiertos y una sonrisa de oreja a oreja. Ella con las manos en la boca, totalmente incrédula. Un abrazo de época unió de nuevo al matrimonio que tantos años llevaba separado. No demasiado lejos, los acordes de una guitarra solitaria armonizaban el momento.

—¿Has estado aquí todo este tiempo? —preguntó Petra, quitándose las gafas y enjugándose las lágrimas.

—Aquí he estado… —contestó él, todavía conmovido— No sé ni la de años que han pasado. Aquí todo funciona muy raro. Al principio estuve solo y no sabía qué hacer. Con el tiempo me di cuenta de algunas cosas. Mira —dijo, señalando a Wally—, el perro de los niños está aquí.

Ella lo miró, mordiéndose el labio inferior y con el ceño fruncido de pena. Asintiendo. Asimilando todo lo que las palabras de su marido significaban.

—Tú ¿Cómo estás? —preguntó él.

—Bien —contestó ella, extrañándose de su propia respuesta—, la verdad es que me encuentro bien. Desde que he llegado no tenido ningún dolor…

—Mírate las manos —le dijo Julio, sonriente.

Se miró las manos. El anillo dorado seguía en el mismo dedo y las uñas estaban sin pintar, pero, de repente, algo llamó notablemente su atención. Ya no tenía artrosis. Sus manos nudosas eran ahora unas manos sanas. Miró a su marido sin saber qué decir. De inmediato, algo le vino a la cabeza y buscó un lugar donde sentarse. Su marido la observaba con curiosidad mientras ella se descalzaba a toda prisa.

—Mis pies… —alcanzó a decir, hasta que se tapó la boca con ambas manos.

—Aquí están sanos —confirmó él—. Nada de juanetes.

Se sentó junto a ella en medio de aquel patio en construcción y comenzaron a ponerse al día. Wally se tumbó al lado de ellos. Al solecito. El amor que se tenían seguía intacto y las miradas cómplices acompañaban a todo lo que se contaban. Ella le contó todo lo que había pasado en el piso de abajo desde que él se marchó. Le habló de todos sus nietos. Le habló de sus hijas y yernos. Le habló de Almudena e Iván, que se habían sumado a la familia sin haberlos podido conocer. Lamentablemente, no pudo hablarle también de Carla, pues Petra tampoco la llegó a conocer, pero seguro le hubiera encantado hacerlo.

—Te habrían encantado —dijo ella, agarrándole la mano.

—Me encantan —contestó Julio—. Si son la mitad de buena gente de lo que tú me cuentas, yo los quiero y los considero familia mía.

Él le contó todas las cosas que había descubierto allí. Le ilustró sobre cómo funcionaba aquel lugar. Le habló de los vecinos. Le habló del clima. Le habló de cómo transcurría allí el tiempo.

—Mira, Petra —le dijo él, levantándose—, prueba a bajar la escalera por la que has venido.

No pudo. Cuando trató de bajar el primer escalón, el pie resbaló en el aire hasta colocarse de nuevo sobre la superficie del patio. Miró a su marido, riéndose por la extraña sensación. Lo intentó de nuevo con el otro pie mientras se agarraba al pasamanos de la escalera. De nuevo, su pie volvió al suelo tras un balanceo en el aire.

—No podemos volver —dijo ella, con una amarga sonrisa.

Desde entonces, los días transcurrieron como una segunda juventud. Continuaron trabajando juntos en el hogar de sus sueños, pero ella mejoró lo que él había empezado. Se encargó de llenar de plantas el patio andaluz que siempre habían querido tener. Cambió las cortinas por visillos. Cambió, de vez en cuando, el Carrusel Deportivo y la Feria de San Isidro por coplas de Juanito Valderrama, Antonio Molina o alguna canción de Los Centellas. Sin embargo, donde más se notaba su mano era en la cocina; sopeaos, tortillas de camarones, pestiños, espoleás

Una tarde de agosto, mientras el sol ya se ponía, Julio estaba terminando de colgar un farolillo en el patio mientras Petra colocaba sobre una de las sillas de la cocina una fuente de pescaíto frito. Tenía la mesa de la cocina llena de hortalizas, ollas y cachivaches y tuvo que dejar la fuente allí por un momento mientras se lavaba las manos. Los vecinos de al lado tenían música puesta. Los de enfrente cantaban y bailaban. El ambiente veraniego también inundaba los pisos de arriba de todos los hogares.

—¡Julio!, ¿vas a querer un vasito de gazpacho? —preguntó Petra mientras se lavaba las manos.

—¡Tú llévalo a la mesa —voceó él desde el patio—, que haremos el esfuerzo!

Se secó las manos, sacó la jarra de gazpacho de la nevera y, cuando se disponía a enfilarse hacia la mesa del patio, se quedó de piedra. La mitad de los pescaítos estaban desperdigados por el suelo de la cocina. La otra mitad, en el hocico de una perra tricolor.

—¡Me cago en la leche que mamaste! —gritó Petra, balanceando la jarra de gazpacho— ¡Deja eso! ¡Fuera de aquí!

La perra ni se inmutó. El tesoro que había encontrado merecía tanto la pena que ya se preocuparía de aquella mujer luego.

—¿Qué pasa, Petra? —preguntó Julio desde el patio.

—¡Juliooo! ¡Ven, mira esto! ¡Ven acá p’acá!

Julio apareció segundos después, apartando con ambas manos la cortina de macarrones de la coladuría. También lo hizo Wally, con un peluche entre los dientes. Allí encontraron a la mujer con los brazos en jarra y, entre los tres, una preciosa Beagle que seguía a lo suyo. Devorando una fuente de pescado dorado, calentito y jugoso.

—¿Y esto? —preguntó, alucinando— ¿De quién es este perro?

Todos se quedaron mirándola. Wally sostuvo un levísimo gruñido. La indignación mutó en asombro para luego convertirse en sospecha. Luego a esto le siguieron la pena y la ternura. Por último, la certidumbre de que aquel animal pertenecía a la familia y era el último que había cruzado el arcoíris. El último que había subido por la escalera hasta el patio. El olor de la comida hizo el resto.

—Mira Julio —dijo Petra, hincando las rodillas en el suelo—, tiene un collar.

Una chapa metálica de color carmesí con forma de hueso les dio su nombre.

—MAYA —leyó ella—. ¿A ti te suena?

—¿A mí? Hija, si yo me vine aquí antes que tú.

La perra se había terminado la bandeja de pescaíto frito.

—Qué lástima… —susurró Petra— Tenía hambre el animalito.

—No es muy mayor, ¿no?

Maya se relamía y miraba a ambos, como si de un partido de tenis se tratase.

—No lo parece, no —dijo ella, acariciando la enorme cabeza del Beagle—. Oi, oi, oi, oiii qué orejas tan grandes… ¿Y a ti qué te ha pasado, criatura?

—Como estaba con el farol —comentó Julio—, no me he enterado de cuando ha llegado el animal.

—Ni yo —dijo ella, levantándose—, estaba en el fregadero y luego con el gazpacho… Pero vamos, que ha tenido que ser ahora mismito.

—Pobre…

Se quedaron mirándola, en silencio, durante un momento.

Sus grandes orejas, así como su hambre voraz, fueron para ellos sus más claros signos de identidad. Pero Maya tenía más cosas. Tenía una mirada casi humana. De las que podían contarte cómo se encontraba ese día. De las que podían pedirte que le abrieras la puerta para pasar o que le siguieras acariciando si dejabas de hacerlo. Era tozuda, como buen Beagle, y quizás hasta demasiado exigente, pero seguro que, si pudiera explicarse, nos contaría que lo único que reclamaba era que se cumplieran las reglas del juego establecido: el postre tras la comida o soltar de una vez la pelota. Fue una hija más. Una hermana más. Fue remedio a muchos males. Fue luz y calor de lumbre cuando los ánimos eran gélidos. Fue divertida y gamberra como una amiga risueña que nunca se cansaba de jugar contigo. Fue la más leal acompañante, siguiéndote siempre fuera cual fuera la zona de la casa a donde te encaminases. Fue fuerte, recia y hercúlea durante toda su vida, pero sobre todo en sus últimos meses. Fue guerrera, haciendo frente a todo lo que la atacaba. Fue mujer, sinónimo de fortaleza y de inmortalidad.

Y ahora quería una chuche.

—¿Qué quieres, hija? —preguntó Petra— ¿Qué te pasa?

—No veas —dijo Julio, saliendo del silencio en el que había estado sumido—, qué forma de ladrar. Dale algo, a ver si se calla.

—¡Pero si te has comido todo el pescaíto! —le dijo a la perra, abriendo los brazos— Madre mía, y ahora, ¿Qué vamos a cenar nosotros? ¿Eh?... ¿Qué quieres? ¿El postre?

Y así como Petra pronunció aquella última palabra, Maya dejó de ladrar y se quedó inmóvil, mirándola. Reconoció aquellas últimas tres sílabas... El-pos-tre. Le fueron tremendamente familiares. Alguien se las enseñó en el piso de abajo. De repente, la perra ladró levantando la cabeza y, a continuación, hizo la croqueta. Hacia la izquierda, porque hacia la derecha no sabía.

Las risas, los aplausos, los vítores, los ladridos y el amor inundaron de nuevo aquella cocina del piso de arriba. Era verano de dos mil veintidós y los cuatro tenían todavía mucha vida por delante.

 


A mis abuelos y mis perros. A mi familia. Al amor verdadero.

6 comentarios:

  1. Estoy sin palabras cariño, no puedes explicarlo mejor me has hecho llorar , gracias mi niño me ha encantado te quiero

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    1. ¡Muchas gracias, mamá! A mí me encanta que os haya gustado. ¡Te quiero!

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  2. Que bonito José, me ha encantado, bonita forma de cambiar la tristeza en alegría, y el amor verdadero a los abuelos y animales de compañía que habéis tenido, precioso!!😍😍😍

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    1. ¡Esa es la idea! Siempre hay que tener una actitud positiva y pensar que allá arriba están todos bien.¡Muchas gracias!

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  3. Gracias, gracias y mil veces gracias, hermano❤️.
    Nadie como tú para plasmar con palabras tantos sentimientos.
    Eres enorme.

    Te quiero❤️
    Os quiero❤️❤️❤️❤️

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    1. ¡Te quiero, hermanita! ¡Muchas gracias y me encanta que te haya gustado! ¡Muaks!

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