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martes, 2 de enero de 2024

Minirelato: Ella le cogió la mano y lo llevó bajo un puente de la autopista, dibujó con tiza un círculo en el suelo

—¡¡FELIZ CUMPLEAÑOS!! —gritaron todos al unísono alrededor de la cama de Tessa. La niña despertó de sopetón, prácticamente sacando el corazón por la boca por el susto. Su cara pasó del temor a la sorpresa en cuestión de segundos y su cabello, alborotado como la maraña de luces de Navidad que la familia guardaba en el armario, le hacía parecer la mismísima Bruja Avería.

—¡Te quiero mucho, mi vida! —gritó el padre, que corrió a envolverla entre sus brazos.

—¡Qué bonita estás, hija! —voceó la madre, que le plantó un par de regalos sobre la colcha— Toma, aquí tienes tus regalos. Feliz cumpleaños, mi amor.

Besos, abrazos, arrumacos, caricias, miradas y pellizcos en las mejillas. Una tras otra, fueron sucediéndose todas las muestras de cariño posibles por parte de sus padres, abuelos y hermanos. Tessa había cumplido diez años.

—Bueno, ¿qué? —preguntó su hermano— ¿estás contenta?

—Sí... —susurró— Es que he tenido un sueño.

(..)

Tessa estaba desayunando con sus abuelos en la terraza de una cafetería. Era verano. Tostadas con tomate y aceite. Con diez años y medio, continuaba moviendo las piernas bajo la mesa. Mientras masticaba, dio cuenta de lo que sucedía unas mesas más allá. Cerca, a solo unos metros, un anciano de abundante cabello plateado esperaba su café sentado a una mesa en la que nadie le acompañaba. Tenía la mirada ausente. La cara de aquel hombre, congelada en el tiempo, sorprendió muchísimo a Tessa, que no dejaba de mirarle.

—Cariño —dijo su abuela, observando alrededor—, ¿Qué ocurre?

Tessa volvió en sí.

—Nada —sonrió—, estaba intentando recordar un sueño.

Día tras día, las vacaciones estivales con sus abuelos iban pasando y siempre desayunaban en el mismo negocio. Tessa deseaba llegar a la cafetería para ver si volvía a coincidir con aquel señor que tanta curiosidad despertaba en ella. Aunque no siempre podían situarse de modo que pudiera verle la cara, Tessa siempre permanecía atenta del anciano por si averiguaba alguna cosa más sobre él. Sin saber por qué, el interés por aquel señor crecía día tras día.

De momento ya sabía que madrugaba mucho, que solía repetir ropa, que no le gustaba endulzar el café y que pedía (y después se llevaba) siempre los periódicos de días anteriores. Que no usaba (o no tenía) teléfono móvil, que pagaba siempre en efectivo, que hablaba poco, que siempre decía «Hasta más ver» al despedirse y que absolutamente todas las veces que se levantaba de la mesa dejaba algunas monedas a modo de propina.

Con el tiempo, Tessa comenzó a fijarse en el recorrido que el anciano hacía tanto al llegar como al marcharse de aquel lugar. Aparecía siempre cruzando la arboleda de entrada al parque y se marchaba bordeando el estanque cercano al bar. Aprendió, también, a disimular mejor aquellas miradas inquisitivas para evitar preguntas o reprimendas por parte de sus abuelos.

Un día, Tessa y sus abuelos llegaron a la cafetería más tarde de lo habitual. Aquello molestó muchísimo a la niña, pues de camino a la única mesa que quedaba libre en la terraza no vio al anciano sentado en ningún lugar. Tal fue la impotencia que sintió que lo primero que hizo al sentarse fue cruzarse de brazos y mirar alrededor, esperando encontrarle.

—Tessa —dijo su abuelo, sonriendo—, ¿Qué ocurre? ¿a qué viene ese enfado?

La niña no le miró. Se tiró unos minutos enfadada y sin hablar. Sintió que ese día había perdido la oportunidad de progresa. De continuar sabiendo más de aquel señor. Aunque en realidad no le conociera, Tessa sentía que aquel anciano era importante para ella. Sabía muchas cosas de él y necesitaba saber más.

—¡Mauro! —exclamó de repente el camarero, cerca de Tessa— ¡Esta mesa se ha quedado libre!

La niña miró al camarero, que tenía justo al lado, y dirigió su mirada hacia donde este hablaba. El anciano estaba en la barra de la cafetería esperando una mesa. Agradecido, comenzó a caminar hacia la mesa que el camarero estaba recogiendo. «Mauro» pensó Tessa. «Mauro… Mauro… Mauro…» aquel nombre comenzó a rondar la cabeza de la niña como una pelota cayendo por una escalera de caracol sin fin. La expresión de su cara se dulcificó y no entendía por qué, pero el nombre de Mauro le resultaba tremendamente familiar.

—Hola, Mauro —dijo Tessa al anciano cuando este llegó a la mesa de al lado suyo.

—Hola, ¿Cómo estás? —sonrió y se dirigió entonces a los abuelos de la niña— Buenos días.

—Buenos días —respondieron ellos, sorprendidos. Le lanzaron a su nieta una mirada de reprimenda mientras Mauro se sentaba a la mesa. A ella le dio igual, pues su día había vuelto a la normalidad. Sin querer, además, había descubierto su nombre y eso era mucho más de lo que Tessa esperaba conocer cuando se levantó aquel día.

Con el tiempo, Mauro, Tessa y sus abuelos comenzaron a conocerse. Se veían también alguna que otra tarde y tenían largas conversaciones. Supieron que aquel hombre de apariencia solemne y mirada ausente había tenido una vida plena, llena de viajes y aventuras. Que había conocido a mucha gente popular, que había estado en lugares recónditos, casi inaccesibles para el resto de las personas. Que había comido alimentos que ya no existían. Que había sido soldado, profesor, guía, intérprete y voluntario y que había hecho todo aquello en compañía de sus mejores amigos.

Una tarde de finales de verano se encontraban dando un paseo los cuatro por un moderno bulevar plagado de árboles y zonas recreativas que discurría bajo una autopista y dos líneas de ferrocarril. Cuando llegaron a unos bancos, Tessa preguntó a sus abuelos si podía mostrarle algo a Mauro.

—¿Qué le quieres enseñar, mi vida? —preguntó su abuelo.

—Es una cosa especial —dijo ella sonriendo y sacando algo del bolsillo—, pero es secreta. Tenéis que quedaros aquí.

—Pero ¿Dónde vais? —dijo la abuela.

—Es aquí al lado, abuela. No me vais a perder de vista.

El rostro de Mauro adoptó una expresión infantil de sorpresa.

—¿Qué será? —dijo el anciano, mirando a los abuelos de Tessa.

Ellos sonrieron y accedieron sin ningún tipo de reparo, pues estaban todos juntos y confiaban en aquel señor.

—Me tienes en ascuas —dijo Mauro, divertido, dirigiéndose esta vez a la niña.

Ella le cogió la mano y lo llevó bajo un puente de la autopista. Dibujó con tiza un círculo en el suelo. Se introdujo en él y luego dibujó otros círculos, más pequeños, junto al gran círculo en el que ella estaba situada. Al principio, Mauro la miraba con curiosidad y sorpresa. Su cara fue cambiando conforme la niña continuaba dibujando. Cuando Tessa terminó su dibujo, el anciano estaba completamente desconcertado.

—¿Cómo…? —alcanzó a susurrar.

—Me llamo Tessa —dijo la niña— y, como sabes, tengo diez años y medio. Desde que te vi por primera vez no he parado de ver y sentir cosas que no conocía.

Mauro comenzó a ponerse nervioso.

—Tessa… No entiendo por qué, pero…

—Para —cortó ella—, deja que me explique. ¿Te suena este dibujo? —y señaló con el dedo índice lo que había dibujado en el suelo unos segundos atrás.

El anciano miró al suelo con semblante tétrico. Deshizo el nudo que tenía en la tráquea tragando saliva y contestó.

—Es el Jin-Hai Nontsi. Es un juego que nos inventamos durante uno de nuestros viajes a Bong Yot.

—Muy bien —dijo Tessa—.

—¿Cómo sabes tú esto? —preguntó Mauro, totalmente descolocado.

—Te lo estoy tratando de explicar. Todas las cosas que nos has contado todo este tiempo, todas las personas que dices que has conocido, todas las ciudades que has visitado y los viajes que has hecho… Siento como si yo también hubiera estado allí —dijo Tessa, con ojos vidriosos—. Solo tengo una pregunta.

El hombre tartamudeaba. Miraba a un sitio y otro, queriendo encontrar una explicación urgente a lo que estaba sucediendo.

—No-no… No sé a qué viene esto, no entiendo…

—Deja que te lo pregunte —insistió Tessa.

—¿Qué pregunta, niña? —dijo al fin Mauro.

Tessa miró hacia donde estaban sus abuelos, que ya se aproximaban. Miraba al anciano casi enfadada, sosteniendo el trozo de tiza blanca con fuerza.

—Solo hace diez años que me fui —susurró Tessa, bajando la mirada al suelo.

—¿Cómo dices, niña? —preguntó el anciano.

—Chipre, Vietnam, Corea del Sur, Bangladesh, Etiopía… ¿Por qué hablas de todo eso, de los viajes, de las personas, de la comida, de las rutas, de las tribus…Pero no hablas de mí? —exclamó la niña, mirando al anciano a los ojos— ¿Por qué dices que viviste todo aquello con tus mejores amigos cuando quien estuvo siempre contigo fui yo?

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