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miércoles, 17 de julio de 2013

Conversaciones con mi musa #12

Una voz me llegó desde el sofá.

—No te viene nada a la mente, eh…

—Hola Sara —contesté—. Nada de nada.

—Ya —dijo resignada—. Suele pasar. La temida hoja en blanco. Ese temor nace dentro de vosotros como en su día os nació el placer por escribir. Le pasaba a muchos de los escritores que acompañé hace tiempo, así que no te preocupes que es normal.

—¿En serio? —pregunté, girándome para verla.

Estaba sentada con las piernas cruzadas y sostenía en sus manos un pequeño estuche de tela que contenía pequeños tarros de cristal.

—Tan en serio como que me encantan estos tarritos —dijo una Sara alucinada, hipnotizada con su misterioso neceser.

—¿Has acompañado a más escritores? Oye… ¿Y qué es eso? ¿De dónde lo has sacado?

Entornó los ojos, escogió uno de los botecitos de cristal y lo sacó de su estuche. Seguidamente, lo elevó hasta cruzarlo entre la luz de mi lámpara y sus ojos. Se quedó así unos segundos, estudiándolo, y a continuación dijo:

—¿Qué te parece si hacemos un experimento? —y me miró sonriente.

—¿Perdón?

Se tomó un segundo para contestar.

—En efecto —volvió a mirar el tarrito—, acompañé a muchos escritores y artistas, en general, antes que a ti —empezó a envolverlo en una gasa—. Como debes imaginar, a la vez que estoy aquí —dio con la palma de una mano en el sofá y me miró—, estoy allí —señaló el balcón—. Esa omnipresencia, sin embargo, no es algo que yo pueda controlar.

Me quedé mirándola embobado y pensando en cada una de las palabras que había dicho, como los corresponsales internacionales de los informativos, que siempre parecen pensarse lo que van a responderle al presentador cuando en realidad no pueden evitar el desfase de unos segundos en las comunicaciones.

—Pero…

—¿Qué a quién acompañé? ¡A todos! —exclamó, abriendo los brazos—. La inspiración tiene multitud de representaciones, Jose. Tú me ves como una señora quisquillosa y fanfarrona, otros, los más aburridos, me ven como un paisaje, como un atardecer. Los hay que me ven como una modelo de lencería y algunos me han llegado a ver como una tuerca.

—¿Una tuerca?

—Una tuerca, sí. Una mesa blanca, enorme, limpia… Y una tuerca. Una tuerca metálica, de las que se usan en ferretería, en el centro de la mesa. Ahí, bien protagonista.

—¿Quién te ha imaginado así? —pregunté, incrédulo.

—Te sorprenderías de la cantidad de gente rara que te encuentras por el mundo. Gente costumbrista, artistas minimalistas, personajes absurdos cuya inspiración es el garbanzo que se les ha salido del plato… Pero bueno, eso da lo mismo ahora. Por lo menos tú tienes buen gusto.

—Gracias.

—De nada, majo. Por otro lado, ¿quieres saber lo que es esto? —y volvió a agitar el estuche misterioso.

—Estoy en ascuas —contesté emocionado.

—¿En serio? —preguntó— ¿Estás emocionado?

—¡Joder, claro! Siempre que te presentas lo haces con las manos vacías, así que para una vez que traes algo contigo, quiero saber lo que es.

—¿Crees que me presento con las manos vacías?

Y volvió a poner esa mirada asesina.

—Bueno, no, pero quería decir que…

—El sólo hecho ya de presentarme  —me interrumpió— es un regalo para ti.

—Lo sé —musité.

—Bueno, ¿te digo lo que contienen estos botecitos de cristal?

—Por favor.

Abrió el pequeño pero pesado estuche y, con empeño, lo giró para mostrarme su contenido: decenas de pequeños tarritos de cristal con líquidos de colores en su interior. Algunos parecían pequeñas probetas de laboratorio. Otros, tarritos de especias en miniatura. Había un recipiente de gran tamaño que contenía un líquido morado y otros muchos que parecían muestras de perfume. El estuche había aumentado en dos o tres veces su tamaño desde que empecé a fijarme en él y ahora Sara lo apoyaba sobre sus piernas.

—¿Qué es todo esto, Sara? —pregunté.

Ella, con una sonrisa dulce, dijo al fin:

—Son tus ideas.

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