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jueves, 6 de junio de 2013

Conversaciones con mi musa #10

—Hola —dijo Sara, de repente.
—¡Uh! —exclamé sobresaltado— ¡Hola! ¿¿Siempre tienes que aparecer de esta manera??
Sara se encogió de hombros, como si ya estuviese acostumbrada a mis refunfuños.
—¿Y tú? ¿Tienes que ser siempre tan simpático? Recuerda que yo no aparezco cuando quiero, guapo.
—Ya... Pues a este paso, en una de estas, me quedo en el sitio.
—Exagerado —dijo Sara, casi susurrando y entornando los ojos—, ¿Qué haces?
—Pensar.
—Ya. Obvio. Si no, no estaría aquí.
—Pues llevo días pensando y tú no has aparecido, bonita.
En ese momento, Sara carraspeó.
—¿Y eso no te dice nada, cielo? —abrió los brazos, como esperando recoger las gotas de una lluvia ficticia— ¿Crees de verdad que todo lo que has pensado hasta ahora es... “grandioso”?

Me quedé mirándola pensativo. Sara siempre aparecía cuando tenía buenas ideas. Era mi musa, ese ser etéreo que únicamente yo veía y que suele echarme un cable a la hora de darle forma a mis historias. Si no había aparecido hasta entonces sólo podía significar que todo lo anterior no había valido para nada.
—Sí que vale.
—¿Có...? ¿También lees mis pensamientos? —pregunté, incrédulo.
—¿Por qué crees que no vale para nada? —se puso a mirarme seria, cruzando las piernas y los brazos, reclinándose en el brazo del sofá. Odio que me respondan con una pregunta.
—No sé —comencé a elucubrar, rascándome la cabeza—, el hecho de que no hayas aparecido hasta ahora no habla muy bien de lo que ha ocurrido en mi cabeza estos días atrás.
—Ajá —asintió.
—He tenido muchas ideas, Sara —proseguí—. Algunas buenas y otras no tan buenas... Lo que me ocurre es que estoy todo el día dándole al coco, pensando historias, pensando en personajes... De repente tengo una buena idea y ¡zas! —di una palmada que la asustó un poco—, quiero escribir un libraco. Creo en esa idea, me motivo y me ilusiono. ¡Casi la veo impresa! Sin embargo, llega un momento en el que, cuando me tengo que sentar a escribir, soy incapaz. ¿Recuerdas aquél artículo de El Tiramilla en el que se hablaba sobre los escritores de mapa o brújula?
—Sí, lo recuerdo.
—Pues creo que sin mapa no soy nadie —dije, cruzando los brazos y hundiéndome en el sillón—. No puedo avanzar.
—Necesitas tenerlo todo controlado, ¿no es así? —preguntó ella con una sonrisa en los labios.
—Creo que sí. Y es un problema... —perdí la mirada entre los pelos de la alfombra—. No siempre puedo tener tiempo para planear cada cosa que sucede en la historia. Ya lo hice con mi primera idea. Sigo pensando que es la mejor que he tenido y sin embargo, aun teniendo el Moleskine lleno de dibujos, de tachones, de anotaciones al vuelo y demás locuras, siento que no estoy preparado para escribir esa historia de principio a fin —volví a mirarla a los ojos—. Es como si me faltaran piezas.
—Y, ¿qué piezas crees que te faltan?
Abrí los ojos de par en par y arqueando las cejas, sin saber qué contestar. Volvía a contestarme con una pregunta. Qué rabia.
—No sé. ¿Experiencia?
Por primera vez, quedamos los dos en silencio. Se puso a pensar la manera en que me volvería a preguntar algo:
—¿Para qué crees que sirven todas las ideas que acaban en la papelera? —preguntó al fin.
—Para nada.
Me miró a los ojos, carraspeó levemente y volvió a intentarlo.
—Imagina un laberinto con paredes de cristal. Desde que empiezas el recorrido hasta que llegas al final, irremediablemente te darás unos cuantos sopapos contra las paredes, ¿no crees?
Ese ejemplo me hizo sonreír.
—Supongo... Sí.
—Bien. Habrá gente, más avispada que otra, que antes de avanzar por el laberinto mire al suelo para quizás descubrir una junta que revele que lo que tiene ante sí es una pared y no un camino libre —hizo una pausa para tragar saliva—. Esas personas suelen acabar el laberinto antes que los demás. Y se dan menos porrazos.
—Ajá.
—No lo has entendido.
—¡Sí! ¡Claro que sí!
—La cuestión es que, te des más o menos porrazos, casi siempre acabas llegando al final del laberinto. Los porrazos, lejos de ser un símbolo de fracaso, son correcciones que hacen que tomes otro camino para llegar al final. Finalmente, el número de correcciones necesarias es lo que diferencia a una persona preparada y experimentada de una que no lo está.
Sólo podía sonreír. Desde que la conocía, Sara nunca había invertido tanto tiempo en hacerme sentir bien. En explicarme que aun teniendo días de bajón en que todo lo que pienso para mis historias acaba en agua de borrajas, dichas experiencias son casi tan enriquecedoras como las que acaban por llegar a buen puerto. Estuve mirándola por un minuto sin parar de sonreír y negando con la cabeza, sin saber qué decir a continuación.
—Bueno, ¿Qué? ¿No vas a decir nada? —preguntó, impaciente.
—Gracias. De verdad.
Ladeó la cabeza y me sonrió.
—Venga —cambió el tono y volvió al genio de siempre, pero con la sonrisa aún en los labios—, cuéntame lo que pensaste el otro día cuando me viste volar ahí afuera.

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