El ruido en el aula de tercero de primaria en los primeros minutos de aquella mañana de lunes era constante. Todos los niños y niñas estaban nerviosos tras el fin de semana y unos a otros se contaban lo que habían hecho durante el finde. De repente, la directoria del colegio entró por la puerta de la clase.
—¡Niñas, niños, un poco de
atención! —dijo la directora— Tengo algo importante que deciros.
El griterío de todos los alumnos
se fue convirtiendo en susurros. Los susurros dieron paso al silencio poco
después.
—Os recuerdo que el concurso del
colegio de historias de miedo para Halloween es la próxima semana. Tenéis que
escribir una historia de auténtico terror y entregársela a Marina, vuestra
profesora.
Qué extraño… Durante el fin de semana, los niños y niñas de tercero se habían enterado de un rumor que decía que Marina, su tutora, había enfermado y no iba a darles clase durante un tiempo. Ya en el patio, antes de subir a la clase, se lo habían empezado a decir unos a otros.
—Sin embargo —continuó la
directora—, Marina no va a poder recibir vuestras historias. Va a estar unas
semanas sin venir al colegio —La sorpresa se adueñó de las caras de las niñas y
niños del aula. ¡Los rumores eran ciertos! Los cuchicheos volvieron a resonar y
la directora tuvo que volver a pedir calma.
—Chicos… Va, dejadme explicaros.
Marina ha tenido un accidente doméstico; se ha dado un golpe en el dedo pequeño
del pie con la pata de una mesa y no puede caminar. Mientras tanto, el Señor
Alexander será vuestro profesor sustituto…
En ese momento, una sombra enorme
se coló por la puerta de la clase y dejó entrever un curioso abrigo lleno de
plumas negras. A continuación, un gran sombrero negro y una pálida mano que se
apoyaba sobre un paraguas de color negro apareció en el quicio de la puerta e
inmediatamente después hizo su aparición el Señor Alexander. Con melena negra,
bigote negro y ropajes negros, el señor de nariz puntiaguda y dentadura
reluciente comenzó a pasearse entre los alumnos mirándolos con una enorme y
amenazadora sonrisa en la cara.
—Hola, niños —dijo el nuevo
profesor, paseándose entre los alumnos— ¿Se os ha comido la lengua el gato?
No se oía ni el vuelo de una
mosca. Niñas y niños se quedaron petrificados al ver a un señor tan alto, tan
pálido, tan tenebroso y con una forma de sonreír tan poco habitual.
—Esperamos que la estancia en el
colegio sea cómoda para todos —dijo la directora, que estaba realmente nerviosa—.
Es un placer tenerle aquí, Señor Alexander. Niños, sed educados con él y
atended siempre cuando os dé clase…
La directora cerró los ojos y empezó
a tocarse la cabeza con las manos, como si le doliera mucho.
—Señora directora, ¿se encuentra
bien? —preguntó uno de los niños de la primera fila.
—Sí, me encuentro bien, pero..
La
directora también gritaba, asustada y confundida. No entendía qué le estaba
pasando, pero la piel de la cara empezaba a salpicarle la ropa y las manos ya
no eran de color carne; eran huesos. Se estaba derritiendo. Se le cayeron los
ojos que comenzaron a rodar por la mesa del profesor. La mandíbula se le cayó y
golpeó el canto de la mesa desperdigando el resto de los dientes por el suelo.
Los niños chillaban al ver su lengua colgando sobre su cuello y como la directora
se estaba convirtiendo en un asqueroso esqueleto. Corriendo, los niños y niñas
se levantaron de sus mesas y comenzaron a correr hacia la salida para escapar,
pero antes de que pudieran llegar a ella, la puerta se cerró con un estruendo que
agrietó las baldosas de la pared e hizo resquebrajar el suelo del aula.
El Señor Alexander contemplaba a
todos los alumnos y alumnas con una amplia sonrisa y con los ojos abiertos como
platos mientras ellos seguían chillando, llorando y corriendo en todas direcciones.
Mientras tanto, la directora, derretida, chorreaba sobre la mesa del profesor.
—Silencio —dijo el Señor
Alexander. Su voz resonó como mil cuchillas arañando la pizarra. Como mil
puertas oxidadas abriéndose y cerrándose.
Los niños, totalmente aterrorizados,
se giraron hacia él y le suplicaron que no les hiciera daño.
—¡He dicho que os calléis! —Y el Señor
Alexander abrió su enorme boca y arrancó de un mordisco la cabeza de David, uno
de los niños que más gritaba hasta ese momento. El cuerpo decapitado del niño
cayó al suelo mientras el Señor Alexander masticaba con una sonrisa maléfica
que dejaba ver el pelo de la cabeza de David entre los dientes. Las niñas y
niños seguían chillando, pero unos a otros se aconsejaban guardar silencio,
pues ellos podían ser los siguientes.
—Vengo buscando a quien no cree
en el demonio —dijo el Señor Alexander, dejando su paraguas sobre una mesa—. Sé
de buena tinta que en esta clase hay un niño o una niña capaz de no asustarse
ante mí.
Los susurros y sollozos eran constantes
en el grupo de niños agolpados en la puerta de la clase. Se miraban unos a
otros sin saber bien qué decir o qué hacer, y esperando que el Señor Alexander
dijera algo más.
—Es una pena lo que le ha
ocurrido a David. También lo de la señora directora, no es para menos, pero esa
mujer… ¡Era tan pesada! Pero, en fin, ahora que estamos reunidos sin que nadie
más nos moleste… ¿Dónde está esa valiente criatura? ¿Quién de vosotros no cree
en mí?
Los niños se preguntaban unos a
otros de quién estaba hablando el Señor Alexander. ¿Quién sería tan valiente de
no creer en el mismísimo demonio?
—¡Vale, no pasa nada! ¡Que
levante la mano quien quiera salir de aquí antes que sus compañeros! —exclamó
el Señor Alexander.
En ese momento, tal y como Duna
levantó su mano mientras daba saltitos y gritaba “¡yo, yo, por favor!” la niña
vio como desde la punta de los dedos la piel se le empezaba a lonchear. Como si
de una barra de pan se tratase, los dedos de la mano comenzaron a caer al suelo
en rebanadas. Después de los dedos, la palma de la mano y la muñeca. El
antebrazo, el codo, el resto del brazo… Los niños comenzaban de nuevo a chillar
y se apartaban de ella mientras Duna se tocaba asustada el brazo e intentaba
agarrar cada pedazo que se le caía al suelo. Pasados unos segundos de auténtico
terror, Duna ya no se movía, pues la cabeza, el pecho y el resto del cuerpo
habían empezado a despedazarse y se había formado un montículo de trozos de
Duna junto al resto de niños, que lloraban desconsolados.
—Creo que ya está bien, ¿no
crees? —dijo una voz desde el fondo de la clase.
El demonio se giró de inmediato hacia
aquella voz. No la había oído hasta ese momento y tampoco había caído en que,
al final de la clase, sentada todavía en su mesa, había una niña.
—¿Has sido tú? —preguntó él—.
¿Eres tú la personita que vengo a buscar?
—Si soy yo, estás perdiendo el
tiempo —contestó la niña.
Los niños y niñas del aula
enmudecieron. No entendían qué pasaba, pero veían en su compañera mucho valor y
lo que es mejor, ningún miedo a hablar con ese ser demoníaco.
—¿Eres Carla? ¿Aquella a la que
los demonios llaman La Valiente?
Por fin, Carla separó su vista
del folio en el que estaba dibujando para mirar a los ojos al Señor Alexander.
—Eres demasiado lento —dijo
sonriendo.
Y levantó el folio en el que
tenía dibujado al Señor Alexander, el impostor. Un señor vestido de negro, con
abrigo, paraguas y sombrero que miraba de forma aterradora y que desprendía un
humo rojo. Le mostró el dibujo sujetando la hoja con las dos manos mientras
clavaba su mirada en los ojos del demonio vestido de negro. Por primera vez, el
Señor Alexander abrió la boca para decir algo con cara de profundo terror y, a
la vez que comenzaba a gritar, Carla comenzaba a romper el dibujo por la mitad.
—¡¡¡NOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOO…!!!
Al demonio comenzaron a salírsele
los ojos de las órbitas mientras gritaba horrorizado. Comenzó a correr en
dirección a la niña para tratar de evitar que rompiera en pedazos el dibujo,
pero a cada paso que daba, el dolor que sufría aumentaba más y más. Comenzaron
a rompérsele las piernas como si fueran botellas de cristal golpeadas contra el
suelo. Continuó arrastrándose por el aula reptando como una serpiente. Carla
continuaba rompiendo el dibujo mientras le miraba fijamente. Al demonio cada
vez le costaba más moverse, porque ya tampoco tenía brazos. Se le habían
convertido en polvo.
Los niños comenzaron a mirarse
unos a otros, sorprendidos, y vieron como el Señor Alexander continuaba
avanzando, aunque se debilitaba a cada segundo que pasaba. Carla era la heroína
de la clase y debían ayudarla todos juntos. Rápidamente, comenzaron a levantarse
del suelo y volcaron todas las mesas, sillas y mochilas sobre lo que quedaba del
demonio. Aunque intentaba escurrirse de todo lo que le tiraban encima,
inevitablemente cada vez era más torpe.
—¡Nooooo… puedeeeee….
seeeeeeeeeer!! —gritó el demonio desesperadamente mientras se acercaba a menos
de un metro de la niña.
Carla terminó de romper por la
mitad el dibujo del Señor Alexander en el mismo instante en que la cabeza del deforme
profesor sustituto abría la boca para morderle. Justo en el momento en que la
hoja terminó de partirse en dos, la cabeza del demonio estalló en mil pedazos,
lanzando cucarachas, gusanos y larvas por toda la clase.
Los niños comenzaron a gritar
emocionados mientras daban saltos de alegría al ver que el cuerpo del Señor
Alexander había desaparecido y que solo quedaban su ropa, su sombrero y su
paraguas. Se sorprendieron muchísimo al ver que el cristal, el polvo y los
insectos que habían sido expulsados del cuerpo del demonio se habían evaporado.
Todos aplaudían y celebraban la muerte del demonio alrededor de Carla cuando
ella, por fin, volvió en sí y reaccionó ante la alegría de todos sus amigos y
amigas.
—¿Carla? ¿Qué haces? —preguntó la
directora.
Carla agitó la cabeza, parpadeó
un par de veces y volvió en sí. La directora estaba viva.
—¿Te encuentras bien?
—Sí, señora directora. Estaba
distraída —contestó Carla.
—Os he estado comentando que la
semana que viene es el concurso del colegio de historias de miedo para
Halloween. Todos tus compañeros se han emocionado un montón, pero tú has
empezado a apuntar cosas en tu cuaderno y ya no me has atendido. Ya hace un
rato que se han ido todos al patio.
—Yo... Lo siento, estaba tomando
notas —contestó de nuevo—. ¿Al patio? ¿Por qué?
—Bueno… —contestó la señora
directora—, Marina no ha podido venir hoy. Se dio un golpe en el pie y va a
estar unos días sin venir al colegio. En un rato llegará su sustituto. Mientras
tanto, podéis salir al patio a jugar.
—¿Sustituto? —preguntó Carla—
¿Cómo se llama el sustituto?
—Es el Señor Alexander. De hecho,
ya tiene que estar al llegar.
De repente, a través de las
ventanas comenzaron a llegar desde el patio los desgarradores gritos de los
niños.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.