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martes, 26 de febrero de 2013

Angustia al volante

Como cada mañana, llegó el momento del atasco en la avenida. Eran las ocho y media, de camino al trabajo. En la radio sonaba ya la broma telefónica de costumbre mientras Aitana se encendía el primer cigarro de la jornada y repasaba sus pestañas en el espejo retrovisor. Caían las primeras gotas de lluvia y el termómetro indicaba cuatro grados. El cielo presagiaba un día pasado por agua.

De repente, se abrió la puerta del copiloto y entró en el coche un hombre que ocultaba su rostro tras una bufanda. Sucedió de forma tan inesperada que Aitana no pudo más que arquear las cejas y abrir la boca, intentando preguntar qué ocurría. La sorpresa se dibujó en su rostro de inmediato, a la vez que dejaba caer el cigarro en la alfombrilla del coche.

—No haga preguntas —dijo el hombre, que cerraba ya la puerta—. Mi intención no es hacerle daño. Por favor, actúe de forma normal y continúe con su recorrido.

Comenzó a temblarle todo el cuerpo tras ver que el sujeto tenía la mano derecha en el bolsillo de la chaqueta y le estaba apuntando con algo. Empezó a faltarle el aire. Miraba a todos lados, buscando en el atasco alguna mirada cómplice que la ayudara.

—Por favor, ponga las manos al volante —dijo el hombre—. Todo va a ir bien.

Tragó saliva y volvió a poner las manos en el volante. Miró de soslayo el teléfono, que descansaba en el soporte. Nada.

—A... ¿A dónde vamos? —preguntó Aitana, mirando al frente.

—Todo recto, por favor —contestó el hombre—. No vamos muy lejos. Ya salimos del atasco.

Tenía una voz imponente. Vestía de forma elegante y tendría unos cuarenta y tantos. Cubría su cara con una bufanda negra, dejando a la vista únicamente sus ojos. No quería que le reconocieran, y eso no era un buen augurio. Sin embargo, Aitana no sabía a qué temerle más: si a la educación de su asaltante o al hecho de que éste ocultase su rostro.

—¿A dónde iba? —preguntó el hombre, pasados dos minutos.

—Al trabajo —contestó, exaltada.

—Al trabajo… ¿Dónde trabaja? ¿En una oficina? ¿En un bufete de abogados?

—En una oficina —susurró Aitana.

—Lo suponía. Va usted muy guapa —dijo el hombre, guiñándole un ojo.

Volvió a tragar saliva y no le agradeció el cumplido. Por si no se había sentido suficientemente amenazada, aquél hombre estaba empezando a ponerla más nerviosa, si cabía.

—Tranquilícese. Sé ver cuándo una persona está nerviosa, y le aseguro que no le conviene alterarse. Sólo intentaba... romper el hielo.

Mil pensamientos pasaban por su cabeza. Mil ideas surgían y se desechaban mientras conducía. No sabía qué hacer porque no sabía a dónde iría con un hombre al que tampoco conocía.

—Por favor —dijo el hombre, de repente—, pare tras aquél camión. En aquella zona de carga y descarga.

No sabía si estaba hablando en serio. Aitana miró al hombre con incredulidad.

—Tiene sitio de sobras —dijo de nuevo—. Puede parar ahí.

Dicho y hecho. Deseando que todo acabase bien, Aitana paró el coche allí donde le dijo.

—Bien —dijo el hombre—. Puede apagar el contacto. Se preguntará qué hacemos aquí.

—Pues sí —contestó ella.

—Déjeme que le explique —comenzó a decir el hombre, desliándose la bufanda de la cara con la mano izquierda—. Mi nombre es Andoiro Lumes, ¿Cuál es el suyo?

Aitana comenzó a balbucear.

—Aitana Suárez —dijo finalmente.

—Encantado, señorita Aitana —dijo Andoiro, sacando la mano derecha del bolsillo de la chaqueta y estrechándosela después—Verá, lo que acaba de vivir es lo que nosotros llamamos una experiencia Piloto.

—¿Experiencia Piloto? —preguntó Aitana.

—Así es, señorita —dijo Andoiro, adoptando un tono teatral—. Cada día, miles de mujeres de todo el mundo son asaltadas en sus vehículos particulares por violentos agresores. Hombres que ponen en serio peligro a sus víctimas, tanto a la hora de conducir como en infinidad de situaciones relacionadas…

—Un momento, un momento… —interrumpió Aitana—. ¿Es usted un vendedor?

—¡Co-mer-cial, señorita! En los tiempos que corren, las empresas han de diseñar estrategias para…

Aitana no se lo creía. ¡Era un vendedor! Un maldito vendedor de seguros, de artículos de defensa personal o a saber qué carajo vendía. Jamás en su vida había pasado un mal trago semejante y todo había sido para terminar vendiéndole cualquier disparate. Estaba alucinada, indignada y mientras aquél mamarracho no paraba de hablar, no sabía cómo reaccionar ante aquél imbécil.

—…y eso que llevamos más de quince años protegiendo a los conductores! —decía aquél vendedor, recreándose— ¡Ya me dirá usted!

—Baje inmediatamente de mi coche —sentenció Aitana.

—Mujer, ¿no me negará que lo ha pasado mal? ¡Puede evitar que…!

El tortazo sonó tan fuerte que un señor que paseaba a su perro se acercó para ver si todo iba bien.

—Llego tarde a mi trabajo, imbécil. Bájese ahora mismo de mi coche.

Y aquél hombre se bajó del coche trastabillando, aturdido por el tortazo, mientras el Ibiza salía hacía la oficina a toda velocidad.


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