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martes, 19 de febrero de 2013

Dulces pelotazos

Pelotazo en el cristal.

Abro los ojos y los vuelvo a cerrar, cegado por la omnipresente luz del sol, que ya tiñe de claro todo lo que me rodea. Me esfuerzo por volver a centrarme en el silencio que ahora reina, deseando volver a coger el sueño.

Otro pelotazo.

El calor que siento se multiplica por diez al impacientarme por el ruido que no me deja descansar. Creo que es domingo. Por Dios, ¡todo el mundo descansa los domingos! Si me tengo que levantar para ver quién es el desgraciado que juega con la pelotita, va a ser peor para él, pero también lo será para mí.

Un nuevo pelotazo.

—¡Ya está bien, coño! ¡Ya está bien! —me revuelvo, tirando las mantas al aire y girando la cabeza para mirar por el cristal— ¿Quién coñ..?

Una niña. Mirándome. Al principio no la veía bien, porque el brillo de la luz del sol me dejó medio ciego. Luego, conforme mis ojos se acostumbraban al brillo del día, la vi. Apenas tendría cinco o seis años, supongo. Era morena y tenía el pelo largo y liso. Ojos marrones, supongo. Me miraba raro, como si nunca en su vida hubiera visto a un mendigo.

—¡Buenos días! ¿Quién eres? —me preguntó con su voz de muñeca, a través del cristal.

No supe qué contestarle. Me había despertado con muy mala leche. Tan cabreado me había incorporado que nada más destaparme deseaba patearle el culo a los chiquillos que con saña me estaban molestando, pero no había chiquillos. En su lugar, una niña. Una mocosa curiosa.

—Niña, ¡vete a jugar por ahí, anda! —le exclamé.

Otro pelotazo. Si no fuera por el cristal, me habría dado en plena cara. Me asusté y todo.

—¡Eres un señor feo! ¡Feo y tonto! —me dijo la chiquilla, recogiendo la pelota— Tienes que ser más simpático. Es la hora de desayunar, ¿quieres un café con madalenas?

Si antes me había quedado boquiabierto, ahora no sabía qué aspecto debía tener. La niña, sin embargo, tenía un semblante alegre, sencillo y sincero. Vestía de rosa, con una diadema y unas sandalias blancas. Sonreía, contenta —aun no entiendo el por qué— y parecía estar sola, aunque seguro que su madre no tardaría en aparecer para llevársela corriendo. Los vagabundos no somos buena compañía.

—¡Anda, bonita, que tu madre te va a reñir! —le dije, gruñendo— ¡Déjame dormir un rato más!

—¡Eres un gruñón! —espetó.

—¡Y tú una…! —y mordiéndome el labio, paré. No hubiera estado bien pasarme de grosero con aquella mocosa.

—¡Una princesa! —E hizo una reverencia teatral— ¿Cómo te llamas? ¡Pareces un ogro!

Yo ya no sabía qué hacer. Aquella chiquilla se lo estaba pasando bien y yo cada vez estaba más incómodo. Normalmente, a los vagabundos, nadie nos presta atención. El mundo vive bien sin nosotros. Sin que debamos formar parte de nada. La gente camina por las calles y, a diario, pasa tan cerca de nosotros que casi nos podrían atravesar. Sin embargo, somos como el frío del otoño, del que la gente se abriga lo justo para que no le afecte. Algunos nos miran con lástima, otros, con curiosidad, pero la inmensa mayoría pasa a nuestro lado como si no hubiese nadie allí, creyendo que esa indiferencia les hará sentir mejor. Es como cuando cambian el canal de la tele cuando hay algo que no les interesa. Aquella criatura no sólo no me ignoró, sino que se dirigió a mi con una dulzura inusitada.

Por eso no sabía qué hacer con aquella niña, que al contrario que el resto de la gente, sí me prestaba atención.

—Me llamo Miguel. ¿Cómo te llamas tú?

—Me llamo Candela —dijo ella, poniéndose de puntillas—, pero me puedes llamar Candi. ¿Quieres un café con madalenas?

Me estaba ganando, y hacía tiempo que nadie me ganaba. Tuve que hacer un esfuerzo y quitarle las telarañas a mi corazón. Entre la reverencia y el ofrecimiento, algo en mi interior dijo: sonríele.

—Ya he desayunado, Candela, y estoy muy lleno —mentí, cogiéndome la barriga con ambas manos—, ¡he comido tanto que creo que no voy a comer más en todo el día!

Me miró con los ojos abiertos como platos.

—¿De verdad? —preguntó, alucinada— ¿Se puede comer tanto?

—¡Buff! ¡Ya lo creo! —sonreí— Ya no necesito comer más hasta… ¡Mañana!

—¡Candi, cariño! ¡Ven, que ya tienes el desayuno! —gritó desde algún sitio que no pude ver la que supuse sería su madre.

—¡Me tengo que ir, Miguel! —y comenzó a golpear repetidamente el cristal de la sucursal— ¡Se lo voy a contar a mi madre!

—¡No, Candi! ¡Por favor…!

Pero ya era tarde. La chiquilla se fue corriendo a desayunar con la misma alegría con la que me despertó. Hubiera querido decirle que no le contase nada a su madre. Que no le hablase de mí, pues de hacerlo, sucedería lo de siempre: que tras una regañina, le sería indiferente a una persona más en este mundo.

Me ajusté el gorro de lana, recogí las mantas y me apresuré a marcharme de aquella sucursal.

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