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sábado, 19 de enero de 2013

Conversaciones con mi musa #3

Dudé, claro. Por muy dulce que fuera, esa voz aún no se acompañaba de una apariencia clara. A ver qué habríais hecho vosotros. Seguro que ya le habríais apuntado a la cara con el flexo destartalado, pero yo tenía mis dudas sobre la genialidad de aquella idea, así que me limité a quedarme en el sitio.

—Estoy bien aquí —le contesté al fin, sonriendo.

—¡Ah, genial! ¡Pues hablemos a grito pelao! —gritó, de repente.

—¡Calla! ¡Calla, que los vas a despertar! —me apresuré a susurrar, acercándome un poco más a ella.

—Qué bien —dijo, sonriendo— Qué fácil eres.

Si algo aprendí cuando era un crío y estaba en los talleres de radio, es que el matiz de una voz cambia totalmente si cuando se dice algo, además se sonríe. Los locutores de radio fórmula (los que ponen música todo el rato, que apenas se dedican a presentar las canciones) lo hacen siempre. Siempre sonríen al hablar, y gracias a este gesto, transmiten una voz amable y cercana. Haced el experimento y os sorprenderéis. Decid algo y luego repetidlo, pero sonriendo. Ahora ya me podéis dar la razón. El caso es que esta mujer se sabía dominante sobre mí, y eso le encantaba. El hecho de reconocer su sonrisa sin poder verle la cara me hizo desconfiar un poco más de ella, si cabía.

—Bueno, pero me quedo aquí, ¿vale? —le dije, sentándome en la esquina del sofá.

—Aquí —sentenció, dando golpecitos con el dedo índice sobre el sitio que había a su izquierda— y no me lo hagas repetir más veces. Es tarde.

Me dirigí hacia ella como el perro que se encamina hacia su dueño, con las orejas gachas por haber hecho algo mal.

En ese momento, no sé si debido a que mis ojos empezaron a acostumbrarse a la penumbra o a que en ese lado del comedor la luz era distinta, comencé a distinguir ciertos rasgos de su cara. Era una señora con moño. No con un moño de los de abuela, sino más bien de aquellos que suelen usar las bailarinas de ballet. Era pálida y tenía los ojos grandes, y me miraba fijamente a los ojos. No paraba de mirarme a los ojos. No me quitaba la vista de encima.

—¿Qué? —preguntó, de súbito.

—N-nada —contesté, temblando.

—¿En serio doy tanto miedo? —volvió a preguntar, molesta.

—Hombre, s-s-s-sí —contesté, frotándome las rodillas, que me picaban, de los nervios.

—Eres total. Me llamas. Enfadado porque no vengo, supongo —empezó a negar con la cabeza—, y cuando aparezco, no sólo te sorprendes, sino que además estás acojonadito perdido.

—Joder —dije, espontáneamente—, ¿qué quieres? Es la primera vez que te veo.

—¿Y?

—¿Cómo que “¿Y?”? —pregunté, ligeramente ofendido.

—¿Qué tal estoy? —me dijo, volviendo a sonreír y poniendo los brazos en jarra— ¿Te parezco guapa?

—Hombre… Supongo —conforme dije esto, supe que se iba a enfadar.

—¿Perdón? —se enfadó.

—No te veo. Está oscuro.

—Y seguirá así todo el tiempo si no eres capaz de iluminarme un poco, idiota —dijo de carrerilla, como si hubiera tenido muchas ganas de soltarlo.

—Vale, vale, deja que encienda la luz —dije, a la vez que me levantaba del sofá.

—Es la última vez —me quedé congelado— que te pido que te sientes.

Me senté.

2 comentarios:

  1. Qué mandona, ¡sí que impone tu musa!

    Me ha encantado el detalle de que te picaran las rodillas de los nervios, jajaja.

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  2. ¡No lo sabes tú bien, Alba!

    Y lo de las rodillas es algo real, desgraciadamente x-D

    ¡Gracias por pasarte por aquí!

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