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lunes, 28 de enero de 2013

El hombre del sombrero

Como de costumbre, aquella noche saqué la basura demasiado tarde. Para entonces, el silencio se había adueñado de la noche y la había hecho suya, dejando la calle tan terriblemente muda como oscura. Solo el ruido de mis zapatillas lograba hacer menos tenebroso el paseo hasta el contenedor.
 
Los farolillos que debían iluminar el paseo de la urbanización estaban apagados. Desconozco si por avería o por decisión vecinal, pero fuera por lo que fuese, no ayudaban a recorrer aquél pasillo con mucha confianza. Los ojos se iban acostumbrando a la penumbra conforme avanzaba y hacía esfuerzos por controlar los escalofríos que se desataban en mi nuca. No por miedo, sino por el frío que me entraba por el cuello de la chaqueta.
 
El estruendo del contenedor fue demasiado. Ahí sí que me asusté, ya que cuando lo abrí, rugió histriónico, quejándose. La caída de la bolsa y el posterior cierre del contenedor tampoco ayudaron demasiado a dar continuidad a la desesperante calma de la noche. Fue por eso que miré a diestro y siniestro, arriba y abajo, buscando alguna luz que de pronto se encendiera y diese paso a algún vecino quejicoso. Nada.

Volví pues para casa con las manos en los bolsillos y la boca dentro de la chaqueta, acelerando el paso para entrar en calor. Sólo quedaba doblar la esquina y esprintar hacia casa. Lo que vi a continuación solo podría explicarse mostrando la piel que de repente se me erizó. Me detuve, congelado. Había vuelto al mismo pasillo de antes, pero ahora los farolillos iluminaban todo el camino. Cincuenta metros de paseo perfectamente visibles y en el medio, un señor con sombrero. Justo a la mitad. Mirándome.
 
Llevaba un abrigo marrón, zapatos negros y un traje de corte italiano. Los brazos caídos, cogiendo con su mano derecha un paraguas negro. Me miraba serio y me hizo dudar sobre si era un hombre o una estatua de cera. No se movía. Me miraba, pero no se movía. Di entonces un par de pasos a la derecha, sin saber muy bien por qué. Me seguía con los ojos. Mi mente empezó a pensar qué hacer ante semejante obstáculo. Si hablarle, si continuar, si huir.
 
Fue entonces cuando comenzó el diluvio. Comenzó a llover con una fuerza que jamás había visto, y me apresuré a ponerme la capucha. Volví a mirarle y esta vez estaba un poco más cerca, protegiéndose de la lluvia con el paraguas.

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