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miércoles, 30 de enero de 2013

Salto al vacío

El tráfico se veía distinto desde ahí arriba. Nunca se le había ocurrido asomarse a la calle desde aquella altura y contemplar la vida en la ciudad desde aquella perspectiva. Sí, efectivamente sabía cómo eran los atascos en aquella calle. Todas las mañanas funcionaba de la misma manera, pero era diferente verlo todo desde arriba, donde se dibujaba una curiosa combinación de formas y colores. Los coches, los autobuses, las sombrillas de las terrazas, los pasos de peatones, los paraguas, las bicicletas… La suma de todos los elementos ofrecía una composición en constante movimiento que entretenía a todo aquél que se parase a observar la vida de la calle. La enorme coreografía.

Se entretuvo tanto tiempo mirando hacia abajo que se llegó a olvidar del motivo por el cual llegó allí. Se había despistado y no parecía importarle, porque aquél rato le pareció reconfortante. Sin embargo, queriendo obligarse a volver en sí, tanteó de nuevo la repisa sobre la cual se apoyaba y retomó los pensamientos que tenía antes de despistarse. Se le hacía un nudo en la garganta al recordar su intención, y éste se hacía más grande cuanto más pensaba en lo solo que se sentía. Meneó la cabeza, mirando de nuevo hacia abajo, convenciéndose de que era la única solución.

Llegado un momento, vio que le observaban. No uno, ni dos, ni tres. Fueron muchos pares de ojos los que estaban pendientes de él. De qué haría. De si en realidad iba a ocurrir lo que parecía o si era un farol, como tantos otros.

—No creo que se atreva —dijo una de las tantas que le miraba, desde abajo.

—¡Vamos, adelante! —gritaron algunos desde las ventanas del edificio de enfrente, enloquecidos.

—¡Hijo, piénsalo bien! —voceó otro.

Era raro, pero se sentía animado por unos y reprendido por otros. Sólo se podía llegar a una situación así tras estar desesperado, en un conflicto contigo mismo. Desgraciadamente, muchas veces la solución pasa por cerrar bocas con una demostración fulminante, que deje a todos congelados, sintiéndote victorioso y por encima de ellos. No es el mejor método, desde luego, para cerrar bocas, pero ya hemos dicho que estaba desesperado.

—Lo voy a hacer —se dijo.

Se acercó a la repisa, miró por última vez abajo y cerró los ojos.

—¡Espera! —gritó alguien. Abrió los ojos y se giró hacia la voz.

—Espera —dijo de nuevo—. Tío, no has de hacerlo si no quieres.

Era otro como él. Con la misma cara de miedo y ansiedad que él. Con la misma pesadumbre que él. Compartiendo su misma repisa.

—¿Por qué no? —le preguntó.

—¿Y por qué sí? —dijo el nuevo—. Es decir, ¿por qué darle una alegría a los desalmados de enfrente? A los que te han animado a hacerlo hace un momento.

—Quizás tengan razón —contestó—. Siempre he sido un cobarde. No he hecho nada grande en mi vida y he llegado a la conclusión de que este sería un buen comienzo.

—¿Comienzo? —dijo el otro, mirando hacia abajo y volviéndole a mirar— Creo que te confundes, amigo.

—Oye, y tú ¿por qué estás aquí? —preguntó extrañado el primero.

Se tomó unos segundos para contestarle. Cada vez había más ojos pendientes de ellos.

—Iba a hacer lo mismo que tú —contestó, finalmente—, pero no tengo agallas. Te he visto ahí, aterrorizado, y he creído que sería buena idea pararte.

—Ajá. ¡Y tú, que ibas a tirarte, como yo, crees que no debo hacerlo! —gritó, nervioso—. Tú has venido aquí por lo mismo que yo y no te irás sin probarlo, ¿verdad?

Le había pillado.

—Mira, tío… Es verdad. Pero espera, porque a mi no hace falta pararme. Es más, yo estoy más loco que tú y lo voy a hacer sí o sí.

—Pues hagámoslo juntos.

Se miraron, sonrieron y miraron de nuevo hacia abajo, lentamente.

—¿Estás listo? —preguntó el que antes se sentía cobarde.

—Estoy listo. Hagámoslo a la de tres.

—Genial, ¡a la de tres!

—Uno.

—Uno.

—Dos… —dijeron a la vez— ¡¡Tres!!

Y dejaron caer sus cuerpos, inmóviles, a merced de la gravedad y el poco viento de aquella mañana. Una caída desde un décimo piso era de todo menos lenta. Vieron cómo el pavimento quedaba cada vez más cerca y todo lo que habían visto desde las alturas les quedaba atrás. El ruido del descenso se solapaba con el de los cláxones y se volvía ensordecedor. Los ojos les lagrimaban. Quedaba poco para llegar al suelo. Ambos coincidieron en mirarse antes del final, dedicándose una sonrisa sincera.

Quedaban sólo un par de metros cuando ambos lo consiguieron; desplegaron sus alas grises y levantaron el pecho, como habiéndose puesto de acuerdo en ese preciso y precioso momento. Cortaron con aquél gesto el increíble descenso y levantaron al fin el vuelo por encima de los coches, de los árboles y las terrazas. Aletearon con fuerza, alegres, contentos. Sabiendo que al fin habían conseguido aquello que sólo veían hacer a los mejores palomos.

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